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El mercado tiene sus límites

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Hay un peligro terrible que sufren los economistas cuando deciden clavar sus narices en cientos de páginas de fórmulas y teorías del comportamiento humano: caer en la oculta y omnipresente lógica de mercado. Hay una creencia que emula la religión de cientos de miles de economistas: los seres humanos, desde el primer abrir de los párpados hasta el respiro final, vivimos sumidos en un incesante cálculo de utilidad sobre cada decisión que tomamos.

Toda decisión es basada en utilidad, y ojo, ¡la utilidad no es solo plata! ¿Cómo te atreverías a pensar que los economistas no entienden las complejidades del compartimiento humano? Por ejemplo, si una esposa que vive miserable al lado de su esposo odioso decide no divorciarse, esa decisión viene de la suma de muchos cálculos de utilidad (por ende, económicos) ocultos. La esposa tendrá en cuenta, por ejemplo, la pérdida económica de los gastos legales del divorcio, el costo emocional de separar a los hijos de su padre, y la pérdida de capital social por el juicio que impondrá su círculo de amigos sobre quién está bien y quién mal en el proceso de la separación. Si decide no divorciarse, será por el sentimiento (provocado por el cálculo) de que la separación traerá menos utilidad que permanecer en su matrimonio.

Fue cuando estudié microeconomía que el término utilidad remplazó para siempre el concepto de los beneficios monetarios. Fue uno de los cambios que me convenció que este tipo de pensamiento económico se extendía a mucho más que solo las tasas de interés, el comercio internacional y los cálculos de PIB. Que la economía podía regalarnos un vistazo a la complejidad de la toma de decisiones del ser humano. Que, dedicarnos a capturar y maximizar la utilidad (con todas sus complejidades), podría ser un mecanismo, casi ilimitado de crecer el bienestar del planeta. Pero lo que no enseñan, y es lo que resalta en todo su libro Michael Sandel Lo que el Dinero no Puede Comprar, es que la lógica de mercado trae consecuencias cuando nos sumimos a vivir entre sus cálculos.

Sandel hace preguntas fascinantes. Diría yo, imposibles. Por ejemplo, ¿deberíamos poder pagarle a una mujer drogadicta para que sea esterilizada? Es una pregunta difícil. Pero la evidencia parece ser convincente. Se evita el nacimiento de niños drogadictos que probablemente se criarán en familias negligentes. Desde el punto del vista del niño, se podemos evitar utilidad negativa, se diría, al evitar el sufrimiento al que sería sometido en vida. La madre, probablemente viviendo en condiciones de pobreza, recibiría y generaría utilidad a través del incentivo monetario. También podemos ahorrarle al Estado los recursos que se gastaría tratando de proteger el niño, en los costos de la salud para curar la adicción con la que nacen sin culpa propia o hasta en los costos de la criminalidad de la que –probablemente– participarán desde la juventud. También hay un ahorro monetario (la utilidad más cuantificable) para la sociedad. Parecen haber beneficios individuales y comunitarios a este tipo de política. Un economista diría, de manera pomposa, que la red de incentivos generada por la dinámica de mercado alocaría los recursos de la manera más eficiente y generaría utilidad adicional que de otra forma se perdería.

Pero, como dice Sandel, ¿por qué esto no sienta bien con nosotros?, ¿por qué parece ser repelente meterle lógica de mercado a algo tan personal como la natalidad? La respuesta podría ser porque meterle dinámicas de mercado a la natalidad, apreciaría el acto de tener (o no tener hijos) como una transacción económica. Perdería el valor intrínseco y hermoso de la maternidad, y supondría que podemos evitarla o generarla a través de incentivos económicos. Nos deja un mal sabor en la boca por eso que no nos dicen que pueden generar la lógica de mercado cuando llevado a todo. Esas consecuencias ocultas que menoscaban el valor humano de los actos.

Es este un argumento ausente en el movimiento de los libertarios; esa creencia religiosa de que el mercado puede solucionar todo y generar ese oro que ellos llaman utilidad. Hace falta esta visión moral a las dinámicas de la vida. Las complejidades hermosas y el valor intrínseco, imposible de ignorar. Lo encontramos en ese dolor de estómago tan palpable cuando vendemos al mercado los permisos para tener hijos, las emisiones de dióxido de carbono (que cada día se van volviendo más permeados por el mercado), la educación (con los incentivos monetarios que se les dan en algunos colegios a los estudiantes por buenas notas) y la salud (con los programas que pagan por kilos perdidos o días sin fumar).

Creo que a veces hay que eludir estas respuestas simplistas y matemáticas. Nos toca mirar la moralidad (aunque sea invisible) y la humanidad, antes de que decidamos que queremos vender las experiencias a esas lógicas que aprendimos –con muy pequeñas matices– en microeconomía. Tienen lugar, sí. Tienen muchísimos lugares, también. Pero las reflexiones sobre cuándo invitamos las lógicas mercantiles deben estar mucho más presentes en nuestras discusiones, aún más con estas crecientes ganas de “liberar” todo en el continente.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/

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