El sicario de Miguel, los Nule y los Moreno: dos casos y el mismo móvil

¿Qué tienen en común el menor que le disparó a Miguel Uribe, con los cinco protagonistas principales del “carrusel de la contratación” en Bogotá: Guido Nule Marino y sus primos Manuel y Miguel Nule Villa, y los hermanos Samuel e Iván Moreno? Probablemente muchas cosas, pero anticipo un tanto mi conclusión: su motivación para delinquir era básicamente la misma, uno como sicario y los otros como probados corruptos.

De acuerdo con sus primeras palabras, una vez atrapado por personal de seguridad, el adolescente que atentó contra la vida de Miguel Uribe pidió perdón y dijo que “lo hice por plata, por mi familia”. En el interrogatorio posterior, aseguró que le habían ofrecido veinte millones de pesos por matar al senador, pero que el dinero se lo entregarían después, si quedaba vivo, claro, porque hasta él, en declaraciones posteriores, tomó consciencia de que muy probablemente quienes le dieron la orden, esperaban que lo mataran después del atentado o que ellos mismos se encargarían de segarle la vida.

Aunque él hizo explícita su motivación, yo creo que el móvil principal para hacerlo es bien diferente y no tiene que ver con el monto. Si en vez de veinte, le hubieran ofrecido cinco, cincuenta o cien, igual lo hubiera hecho y esa plata habría terminado en fiesta y guerra, como decían las abuelas, y no en la solución de su precaria condición económica familiar.

Mi hipótesis, que no es justificación de tan vil acto, es que lo hizo, ante todo, por reconocimiento. En términos de combos y delincuencia criminal, para “probar finura” ante los manes de la olla o de las Farc o de quienes obedecía órdenes. Para tener reputación de “duro”, y ascender en su círculo criminal, destacándose de la manada en aras de no ser otro NN (nombre desconocido) más en su barrio, ninguneado por su entorno y por el mundo.

¿Qué tiene que ver esto con lo Nule y los Moreno? Que el motivo para delinquir era, en el fondo, el mismo. Me dirán que ambas familias eran suficientemente reconocidas tanto en el mundo público como privado, y tenían poder político y económico a la vez. Eso no está en discusión. Pero una cosa es el conocimiento y otra el reconocimiento. A diferencia del menor que le disparó a Miguel, ignoto hasta el fatídico hecho, a los Nule y los Moreno los conocía más de medio país, pero posiblemente no tenían el suficiente reconocimiento de quienes lo esperaban o deseaban.

El reconocimiento es el anhelo que tiene todo ser humano de ser identificado como ser único e irrepetible; la forma que sobresale, en algo o en mucho, del fondo. De ahí que esté tan ligado a la identidad, que se construye en relación con nuestros semejantes; con quienes más se parecen a nosotros o con aquellos que pertenecen a los grupos de referencia en los que estamos o los que quisiéramos pertenecer, porque siempre habrá gente, como dice la canción del Conjunto Clásico, intentado subir donde no puede subir.

Por eso, una amenaza identitaria para los Nule, pueden ser, por ejemplo, los Char, emparentados con ellos, porque Katia Nule, hermana de Guido Nule Marino, es la esposa de Alejandro Char. Quieren estar, cuando menos, a su altura en términos de reconocimiento y, claramente, los Char en eso los aventajan. Lo propio le debe pasar al adolescente que le disparó a Miguel Uribe con los jóvenes de su barrio o sus grupos de referencia. No puedo asegurar que sea así, pero son ejemplos hipotéticos pero verosímiles, que me atrevo a poner, conociendo un poco la condición humana.

Además de la identidad, el reconocimiento está ligado al poder, y es una necesidad universal del ser humano, que aplica en todo tiempo y lugar. Tal vez su necesidad más profunda, ancestral y atávica. No es la economía ni el dinero creen y dicen algunos; la plata es más medio que fin o que los fines que enmascara. Se acumula no para tener más, sino para parecer superior: más poderoso. Es menos vergonzante aceptar que se hierra por plata que por reconocimiento.

Esto pasa en todos los rincones del planeta y las clases sociales. Lo vemos también en Silicon Valley, la meca de los multimillonarios del mundo, donde Elon Musk, Jeff Bezos, Mark Zuckerberg y ahora Sam Altman, CEO de OpenAI, creadores del ChatGPT, compiten, más que por tecnología y por la riqueza, por poder, porque nunca les parece suficiente. Razón tenía Lacan cuando planteaba que el deseo nunca se colma. Y la de sentirnos por encima de nuestros semejantes, sí que es una necesidad insaciable, máxime en una época hipercompetitiva como la que vivimos.

De modo que, aunque los contextos y referentes son diferentes, las motivaciones para delinquir son, en esencia, las mismas. Somos más parecidos de lo que creemos, como nos lo ilustra la película Tan diferente como yo.

Esa similitud o constante hace parte de la naturaleza humana, de ahí que no sea ni buena ni mala por sí misma; así somos, hay que vivir y convivir con eso, por lo cual es necesario comprenderlo. El problema es cuando las posibilidades de reconocimiento que ofrece una sociedad se limitan básicamente al tener y al parecer; a la acumulación y a las apariencias. Nos matamos todos, literal y simbólicamente, por lo mismo.

Ampliar las posibilidades de reconocimiento, de inclusión, no es una vía más, es la única que tenemos sino queremos seguir canibalizándonos en esta guerra fratricida que vive la humanidad y que en Colombia, exacerbada por la desigualdad, se traduce en una violencia y una corrupción tan profundas como persistentes.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/

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