“Siguen creyendo que soy una niña”, me dijo una compañera de trabajo hace varios años atrás, cuando hablaba sobre su vida amorosa y cómo debía sortearla con su familia y su condición congénita que le hace usar silla de ruedas desde pequeña. Nunca había tenido la oportunidad de conversar tan abiertamente con una persona con discapacidad, y a ella agradeceré toda la vida por abrirme espacio para mostrarme su vida sobre ruedas.
En los descansos del trabajo, aprovechábamos para conversar sobre nuestras vidas y en una oportunidad hablamos sobre la sexualidad en las personas con discapacidad. Me comentaba con cierta frustración cómo, no solo su familia, sino la sociedad en general infantiliza a las personas con discapacidad, con especial acento contra las mujeres.
Las posibilidades de establecer pareja o embarazarse, o incluso de verse así mismas como sensuales parece que es mucho más complicado para personas en su condición. Y no únicamente por usar una silla de ruedas. Pensar en las diversas formas de discapacidad psicosocial, sensorial, física, o cognitiva, es también un ejercicio de empatía frente a sus diversas condiciones y las limitaciones que significa vivir en un mundo que no les piensa en sus cotidianidades. Hasta ese momento no caía en cuenta de la importancia que debe tener para las personas con diversidad funcional, o discapacidad, el recibir un toque en sus cuerpos por alguien más que no fuera con fines terapéuticos.
Acercarse a otra persona con la intensión de amarse, recibir y dar una caricia que encienda sensaciones, que generen la posibilidad de gozarse el cuerpo propio y ajeno, se ve desde nuestra limitada visión como una función anulada, porque nunca se habla de ello, porque parece que se les piensa tal y como mi compañera me decía, en una infancia permanente. Detrás de todo ello hay una invisibilización de los derechos sexuales y reproductivos de las personas con discapacidad, pues nos hemos negado los espacios de discusión abierta sobre cómo pueden ellos y ellas experimentar el sexo como parte esencial de la vida.
Colombia como muchos países de América Latina están rezagados frente a la oferta de servicios sexuales para personas con discapacidad o diversidad funcional. En algunos países como España, aunque no está regulado, existen diversas ONG que ofrecen el servicio de “asistentes” de intimidad que ofrecen actividades sexuales a personas con alguna discapacidad a cambio de un pago de entre 50 y 100 euros por servicio.
En 2020 Francia generó un proceso consultivo para decidir sobre la legalización de la figura de asistente sexual financiado por el Estado, para acompañar a otras personas con algún tipo de discapacidad. Aunque ha habido intensiones, el país galo sigue presentando la resistencia de legisladores conservadores que se niegan a esta opción.
La delantera la llevan países como Suiza, Alemania, Países Bajos o Dinamarca que ya han legalizado este servicio dentro del catálogo de su sistema de salud, ofreciendo a través de acompañantes sexuales terapias financiadas por el Estado para casos de personas con discapacidad, de modo que puedan ser sexualmente activas. El caso suizo incluso fomenta esta perspectiva de inclusión insertando cursos especializados en la Universidad de Ginebra para la formación a acompañantes sexuales que se especializan en este servicio.
Las depresiones de personas con discapacidad por la carencia afectiva de una pareja es algo de lo que tampoco se habla. En 2011 el documental Scarlet Road exploraba la vida de Scarlet Wotton, una australiana quien ofrece servicios como trabajadora sexual para hombres con discapacidad. A través de ella se retrataba el drama de hombres con parálisis o esclerosis múltiples quienes soñaban con tener una pareja sexual con quien experimentar una intimidad que hasta ese momento en sus vidas había sido imposible. Con la historia de Scarlet, algunos de sus clientes afirmaban haber sentido que estaban vivos, porque por primera vez siendo mayores de 30, habían tenido sexo con una mujer.
En el mismo país, la deportista paralímpica Ange McReynolds en el año 2019 confesaba en entrevista a la versión australiana de The Guardian, cómo a sus 39 años y viviendo con parálisis cerebral severa, debía pagar 280 dólares por un servicio sexual una vez al mes durante dos horas, y cómo había deseado tener más opciones económicas para incrementar sus citas a por lo menos cada 15 días. Frente la carencia de estos servicios regulados, lo más frecuente es que las personas con discapacidad recurran a pagar por servicios de prostitución, pero los costos son insostenibles y los riesgos asociados a la transmisión de infecciones de transmisión sexual son mayores, más aún en países donde la prostitución es ilegal.
La sexualidad en definitiva humaniza. Considerar los derecho sexuales y reproductivos como los más humanos de todos los derechos deja ver su importancia en la salud física y emocional, que por contraste se enfrenta a un sistema de creencias conservadoras que históricamente han intentado condenar el placer y el goce del cuerpo para ser controlado moralmente. Tal vez pase tiempo, pero ojalá no tardemos tanto para que desde el Estado colombiano se consideren algunos caminos a fin de reconocer cada vez más los derechos sexuales a las personas con discapacidad, como una forma de dignificarles y concederles mayores posibilidades de ejercer de forma plena su ciudadanía.