El país de los porteros

La seguridad privada es un hecho indivisible de la vida cotidiana de cualquier colombiano. Vivir en Colombia significa insistirle al portero para entrar a casi cualquier edificio, ver ronderos dar vueltas por los centros comerciales y, en ocasiones, abrir la maleta del carro para entrar a un lugar que sufrió un atentado.

Es una industria de $18 billones de pesos que equivale a casi el 1 % de nuestro PIB (para comparar, todo el sector de Investigación y Desarrollo es apenas un tercio de eso). Genera 390 000 empleos directos, más que el número de soldados activos en el Ejército colombiano. Su crecimiento parece imparable: en Colombia, toda propiedad que existe necesita seguridad, protocolos de entrada, rondas por las cercas, cámaras y armas para asegurarse de que los predios privados se conserven privados.

La actividad se formalizó hace apenas 30 años, cuando nació la “Supervigilancia” y el gobierno admitió su fracaso en proteger los derechos constitucionales que él mismo había promulgado. Proteger la vida y la propiedad es casi tan importante como poseerlas. Lograrlo, en un país inseguro como el nuestro, no es fácil y existen muchos bolsillos dispuestos a aflojar plata para conseguirlo. Pero, aunque la inseguridad no cesa, sí ha disminuido; sin embargo, la industria de la seguridad no ha dejado de crecer, consolidándose en unas cuantas empresas que blindan carros, protegen condominios, proveen escoltas y transportan valores. La industria ha crecido a la inversa de la inseguridad histórica del país, pero no ha sido la causa de su reducción; a lo sumo, terminará siendo uno de sus promulgadores eternos.

Estamos en un camino que nos condena a ser un país gobernado por porteros, admisiones restringidas, universidades cerradas, perros olfateadores y lecturas de cédula para cualquier ingreso. Es una realidad triste y desesperanzadora.

Hoy por hoy, no imagino jamás una Colombia con edificios de una sola llave, universidades abiertas y centros comerciales sin guardias en cada esquina. El trauma colectivo quizá sea demasiado. Tal vez me resulte ajeno porque he conocido una Colombia de atracos, pero no de carrobombas. Sin embargo, el crecimiento de esta industria y la delegación de la seguridad a firmas de cuellos azules implica que el gobierno tiene poco incentivo para encargarse de que las calles sean seguras y de que la población carezca de incentivos para robar. Cuando la urgencia la suple el mercado, deja de ser urgencia y se integra a la sociedad. Empresas del tamaño de la seguridad privada tienen un enorme interés en perpetuar la sensación de inseguridad y en que el Estado nunca limpie las calles: se perderían billones si llegáramos a ser una sociedad segura, de condominios abiertos y calles caminables aun de noche.

Quizá el único escape de esta realidad sea el encarecimiento excesivo de la seguridad que hoy disfrutamos. En un ensayo que escribí hace unos años abordé la pregunta que se plantean algunas economías avanzadas: ¿debería la semana laboral durar cuatro y no cinco días? Respondí que Colombia no puede, porque es una sociedad donde el trabajo depende demasiado del número de horas en el puesto, no de la productividad de esas horas. Introducir tal restricción encarecería abismalmente los servicios de porteros, empleadas, domicilios y otras labores cuya productividad no proviene de la cabeza de sus empleados, sino de la presencia física de sus cuerpos.

Solo cuando se continúe formalizando e incentivando el trabajo de máxima productividad, el mercado de la seguridad podría volverse algo más parecido al de las economías avanzadas: un lujo extremo. No creo que ese camino sea viable si el gobierno no cumple antes su promesa constitucional de brindar seguridad y termina la delegación, pero es el camino correcto como sociedad.

En el barrio más rico de Holanda, Wassenaar, las mansiones de los principales ejecutivos duermen con las portadas abiertas y, alguna que otra noche, incluso sin seguro. Es un lujo enorme que permite destinar recursos del país (o al menos del mercado) a empresas de mucho mayor valor. La seguridad, como el hambre y el sueño, es una necesidad básica de economías básicas. Desarrollarse significa moverse a industrias de mayor valor para nosotros y para el mundo, convirtiéndonos en una sociedad donde esos bienes elementales están garantizados por el simple hecho de existir en ella.

Quizá un signo de desarrollo que observaré en unos años sea el decrecimiento de esa industria. Pero su crecimiento feroz hoy me parece el indicador de que vamos por un mal camino.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/

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