“Carlitos creció en la calle
Como la hierba en la acera
Y a los trece no faltaba
Ni en tumbis ni en balacera.
Sin padre que lo quisiera
Ni escuela que hiciera el resto,
¿de qué se asombre la gente?
La práctica hace al maestro.”
La práctica hace al maestro, Carlos Palacio “Pala”
Te voy a pedir que te devolvás unos años atrás, a tu época del colegio, por allá en séptimo u octavo. ¿Qué te gustaba hacer? ¿Qué pensabas de la vida y del mundo? ¿Qué respondías cuando alguien te preguntaba qué querías ser cuando fueras grande?
Por esas épocas, seguro te la pasabas con tus amigos jugando; de pronto ya ibas a tus primeras fiestas de 15, o incluso ya habías hecho una que otra embarrada con tus papás o en el colegio. Todo muy tranquilo y normal, cosas de esa edad, de esa etapa, de ese ciclo de la vida. Seguro has tenido una buena vida —no una perfecta, porque esas no existen—, una donde ha habido, por lo menos, más dichas que dolores.
Seguro tuviste a tus papás, a los dos o a uno solo, que se rompieron el lomo por vos: por tenerte en un buen colegio, en una buena casa, para que no te faltara nada y pudieras crecer como una buena persona. Espero que el hambre, la calle y tragedias como la drogadicción o el abandono no te hayan tocado la puerta. Seguro nunca, por ninguna razón, te viste con un arma cargada en la cintura, tal vez muerto del susto, esperando el momento preciso pa’ disparar.
Y es que, en un país con tanta miseria y tanta violencia, la imagen del niño —porque aunque con la ira y el dolor se le trate de asesino, que lo es, eso tampoco borra su condición de niño— es más común de lo que uno se alcanza a imaginar. Muchos estamos aterrados, estamos rotos de dolor, estamos conmocionados por el atentado que sufrió el candidato Miguel Uribe Turbay. Pero si hay una imagen más dolorosa que la del papá que se debate entre la vida y la muerte, es la del niño que le disparó: el pelao que, con apenas 14 años, sin mamá, con un papá ausente, de carácter difícil e irritable, consumidor habitual de drogas y atrapado por unos actores armados no devolvió a un recuerdo doloroso de nuestra historia reciente.
Ese niño no nació con el alma rota ni con la violencia tatuada en la piel. Fue producto de su entorno, de la indiferencia, de la falta de oportunidades, de un sistema que lo empujó hacia el abismo sin darle ni siquiera una cuerda para sujetarse. Mientras unos jugaban fútbol en el recreo, él aprendía a sobrevivir entre ollas y noches bogotanas; mientras otros soñaban con ser astronautas o médicos, él solo soñaba con llegar al día siguiente.
Nos duele el ataque, nos duele el candidato, el padre, el ciudadano, pero también debería dolernos la historia del niño que apretó el gatillo. Porque detrás de cada bala hay una vida que se fracturó mucho antes de que se disparara. Una vida a lo mejor desesperada por el hambre y las angustias, por la certeza del no futuro, del que ya ha perdido tanto, que nada más tiene por perder. Y en ese dolor compartido, tal vez podamos encontrar no solo la raíz del problema, sino el camino para una solución más humana.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/