El 12 de agosto de 1925, hace exactamente cien años, nació en Bogotá Guillermo Cano Isaza, nieto de Fidel Cano Gutiérrez, el intelectual antioqueño que, con visión y coraje, fundó en 1887 el diario El Espectador. Guillermo creció literalmente entre la tinta y el papel, entre el bullicio de la sala de redacción y el golpeteo metálico de los linotipos. Desde muy joven respiró periodismo, inspirado por el ejemplo de su familia y formado bajo la guía de maestros de la talla de Eduardo Zalamea Borda, quien lo impulsó a cultivar un estilo propio. Sus primeras incursiones en el oficio se dispersaron en distintas secciones del periódico: desde la taurina, donde firmaba como Conchito, hasta las páginas de cultura y política, espacios en los que ya empezaba a dejar entrever su agudeza, su ironía y su compromiso con la verdad.
A los 27 años, Guillermo asumió la dirección de El Espectador en un contexto nacional adverso: censura gubernamental, violencia bipartidista y una convulsión política que parecía no dar tregua. Desde ese momento, su voz se convirtió en un referente moral para el país. Armado con su libreta de apuntes y la tribuna editorial, denunció sin titubeos los vicios más enquistados de la vida pública colombiana: el clientelismo que deformaba las instituciones, la corrupción que desviaba recursos públicos hacia bolsillos privados, el sectarismo que profundizaba divisiones y alimentaba el odio político. Señaló también a los poderosos intereses económicos que, amparados en su influencia, acumulaban fortunas de origen ilícito y se blindaban frente a cualquier escrutinio.
Su temple se puso a prueba cuando el monstruo del narcotráfico comenzó a desplegar sus tentáculos, infiltrando con una capacidad corruptora sin precedentes todos los estamentos de la sociedad: la política, la justicia, la economía, el deporte e incluso la cultura. Frente a esa amenaza, Guillermo Cano nunca se refugió en el silencio. Por el contrario, afinó su pluma y endureció su voz. Escribía editoriales que no solo incomodaban, sino que sacudían las estructuras del poder. Su compromiso era claro: informar con rigor, denunciar sin miedo y sostener el principio de que el periodismo debe lealtad a los hechos y no a los poderosos.
El 17 de diciembre de 1986, su vida fue segada por las balas cobardes de sicarios al servicio del narcotráfico. Sin embargo, su asesinato no logró silenciar sus ideas ni borrar su legado. Al contrario, lo convirtió en un símbolo universal de la libertad de prensa y en un mártir de la verdad.
Hoy, a casi cuatro décadas de su muerte, Colombia no es muy distinta de la que Guillermo describía con crudeza y lucidez. La violencia sigue imponiéndose en muchas regiones, la corrupción circula con comodidad en las altas esferas y el narcotráfico continúa contaminando instituciones y conciencias. La vida digna, ese bien supremo que él defendía y celebraba en lo cotidiano —amando profundamente a su familia, sus amigos y su oficio—, parece valer cada vez menos.
El periodismo, ese que él practicaba con rigor, independencia y sentido de responsabilidad, se encuentra hoy amenazado por nuevas formas de servilismo. Muchos medios se han reducido a repetir discursos oficiales o a proteger intereses privados, olvidando que su razón de ser es la sociedad que los sostiene.
En una de sus advertencias más vigentes, Guillermo Cano escribió: “A este país lo que verdaderamente le está haciendo falta no es plata, sino una profunda reconquista de la moral en el sector público y en el sector privado. Estamos presenciando el crecimiento de una generación sin fronteras morales, sin valores ni principios éticos.”
A cien años de su nacimiento, estas palabras resuenan con la misma urgencia que el día en que fueron escritas. Honrar su memoria no es un acto ceremonial, sino un compromiso diario: defender la verdad, exigir transparencia y devolver la ética al centro de la vida pública y privada. Porque solo así, su voz —que nunca se doblegó ante el poder— seguirá guiando a quienes creen que el periodismo, y la democracia misma, no pueden existir sin principios.
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