Colombia es un país injusto. Y es injusto porque las instituciones sociales no contribuyen a garantizar que el camino de vida de las personas dependa de sus propios esfuerzos, acciones y méritos. Por el contrario, el destino de buena parte de los colombianos está determinado por un factor completamente arbitrario desde el punto de vista moral: la suerte.
Nacer en una familia rica o pobre es un hecho por el cual nadie es moralmente responsable, por lo que quien nace en una familia pobre no merece su pobreza y quien nace en una familia rica no merece su riqueza. No se trata solamente de un asunto económico. Quien nace en una familia de estudiosos y crece en un hogar lleno de libros adquiere –incluso contra su voluntad– un capital cultural al que es mucho más difícil acceder para quien nace en una familia que no ha tenido acceso a los mismos recursos educativos, y ninguna de las dos personas es moralmente merecedora de los distintos niveles de capital cultural de los cuales disfruta.
La cosa va más allá de estos factores sociales y se extiende a factores naturales. Hay personas más inteligentes y hay personas menos inteligentes, eso es innegable. Pero no es solo un tema de niveles generales de inteligencia. Algunas personas tienen talentos particularmente adecuados para “triunfar” en el mundo contemporáneo, como una disposición para los negocios, mientras otras tienen habilidades que, en general, son menos recompensadas socialmente, como una vocación para la literatura o la poesía.
Estas diferencias en la suerte de las personas no son en sí mismas una injusticia, pues precisamente debido a que se trata de situaciones moralmente arbitrarias, nadie es responsable de ellas, y la justicia o injusticia no pueden predicarse de aquello por lo cual nadie es moralmente responsable. Pero, como dice John Rawls, de lo que sí puede predicarse la justicia o la injusticia es respecto de la manera en que las instituciones sociales responden a estos hechos arbitrarios. Las sociedades de castas son injustas, no debido a que en ellas existan desigualdades como las mencionadas, sino debido a que las instituciones explícitamente buscan no corregir, sino mantener y reproducir la arbitrariedad producto de la suerte.
Colombia no es una sociedad de castas y creo que no sería correcto afirmar que todo su sistema de instituciones formales e informales está dirigido a reproducir las desigualdades existentes. Pero tampoco es una sociedad abierta en la cual, como señalé al principio, el camino de vida de las personas dependa de sí mismas. En 2015, un equipo de la Universidad de los Andes publicó un estudio sobre la “lotería de la cuna” en el país, en el que se concluyó que “Colombia es un país relativamente inmóvil. Quienes nacen en un hogar cuyos padres alcanzan altos niveles educativos y que, por lo tanto, tienen mayores niveles de riqueza, tienen una alta probabilidad de llegar a la edad adulta bajo condiciones socioeconómicas muy favorables. En contraste, quienes nacen en un hogar cuyos padres tienen bajos logros educativos y por lo tanto bajos niveles de riqueza es casi inalcanzable consolidar un hogar en donde se haya dado una movilidad social positiva y significativa como adultos”.
Colombia es un país injusto, repito. Y hay quienes representan esa injusticia de manera magistral. Digo esto pensando en un video que circula en redes en el cual se puede ver al expresidente Álvaro Uribe Vélez demostrando sus proezas como jinete.
Lo que llama la atención del video no es el evidente talento de Uribe como jinete, el cual los colombianos ya conocemos, sino el hecho de que durante su breve demostración de habilidades Uribe le pide a quien presumo es un trabajador de su finca, “Jorgito”, que se quede parado y quieto para poder demostrar el dominio del expresidente sobre el caballo. El punto es que Uribe nos demuestra no solamente su dominio sobre el animal, sino también sobre el trabajador, a quien le ordena con la autoridad propia de un padre autoritario que no se mueva, mientras galopa, atropellándolo con el caballo y poniendo su mano firme en la cabeza del otro, a su alrededor.
A Jorgito no le pasa nada, los golpes que le da el caballo son insignificantes, pero ese no es el punto. Lo notorio es el trato que le dispensa Uribe: uno que no es grosero, ni violento, pero sí carente de respeto: es el trato propio de un patrón sobre un peón, y no el de un ciudadano sobre otro ciudadano.
Habrá quienes dirán que sí, que es cierto, pero que eso no tiene nada de malo, pues efectivamente Uribe es el patrón y Jorgito el peón. Pero eso es lo más grave de todo: que ese tipo de comportamientos -que en una sociedad más igualitaria en la cual se respete la igual dignidad de todas las personas serían reprochados- deberían ser objeto de escándalo y repudio, no de normalización y mucho menos de celebración.
Los colombianos tenemos tan interiorizada la injusticia, la hemos normalizado a tal punto, que un espectáculo tan aberrante como el de este ignominioso jinete no nos escandaliza. Y me temo que eso ocurre no porque seamos incapaces de ver lo grosero que es ese trato indigno, sino porque sabemos que también nos podemos beneficiar de la injusticia y optamos por aprovecharla. Estamos acostumbrados a agachar la cabeza ante el poder, pero esperamos que quienes tienen menos poder que nosotros, a su vez, se inclinen ante nuestra presencia. Tal vez es por eso que Uribe, y todo lo que representa, sigue teniendo tanta vigencia. Es el jinete de la injusticia y puede ser tentador aspirar a cabalgar a su lado.
Colombia no tiene una sociedad de castas, pero a veces nos acercamos demasiado a ella, y esta desigualdad, además de moralmente mala, es socialmente corrosiva. Y si seguimos atrapados en ella, eventualmente nos golpeará de una manera que ningún injusto privilegio del que disfrutemos podrá protegernos.