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Manejo por el centro. Mi copiloto es Daniel, mi ahijado, un niño de 12 años. En un tramo estrecho de la calle Ayacucho donde coincidimos vendedores ambulantes, carretas, carros y transeúntes, me veo obligado a frenar: en medio de la vía un hombre joven patea a un habitante de la calle que yace en el suelo. Algo le grita, lo insulta, lo vuelve a golpear.
Alza la vista, ve el carro, asesta una última patada, dirige un agravio final y se va manoteando. El otro se arrastra para darnos paso. Avanza su majestad el carro. Seguimos un par de cuadras en silencio.
—¿Qué debimos haber hecho? —me pregunta Daniel.
—Si hubiéramos sido valientes —le digo—, bajarnos del carro y decirle: ¡Basta, ya está, dejalo ir!
—Pero fuimos cobardes —apunta.
Lo fuimos. Lo fui.
Decía hace nada, un par de columnas atrás, que aquí siempre aparece una respuesta violenta. Y, sin embargo, cuando estamos ante ella, solo somos espectadores aterrados (ojalá) o satisfechos (me temo, pensando ahora en los rostros de algunas de las personas que estaban allí).
Cuento la historia en clase. Me sorprenden las respuestas, el “algo habrá hecho”, el “seguro es una lección”. Son gente entre los 17 y los 19 años convencidos de la necesidad de la justicia por mano propia, convencidos de la necesidad de la “paloterapia”, partidarios de las “pelas”. El habitante de calle como enemigo.
Un par de días antes, una conversación trivial con el conductor de una ambulancia derivó hacia la historia de un conocido suyo que, cuando estaba aburrido, “salía a la calle a matar locos”. Lo contó así, como si nada.
La pregunta que me queda es ¿por qué? Lo que pienso es una suma de cosas terribles, todas ellas: la idea del castigo ejemplar y la justicia punitiva como única opción, los años de convivencia en una sociedad intolerante, la noción de que hay vidas que valen menos porque tienen menos, los discursos deshumanizantes que han ido calando con el tiempo, el desdén por el pobre (que ahora tiene nombre: aporafobia), la desconfianza en el sistema judicial…
¿Cómo salimos de esto? La respuesta es una difusa nube de buenas intenciones mezcladas con prejuicios. Están fundaciones como los Aguapaneleros, que llevan 30 años en la lucha de dignificar al ser humano. Están quienes lavan sus conciencias con la dañina limosna. Y, claro, los ruidosos mensajes del alcalde de Medellín, Federico Gutiérrez, que abordan una dimensión equivocada: estigmatización, control y castigo. En las redes sociales y las encuestas lo celebran. Fico, como le gusta que lo llamen, supongo que se alegra. Demagogia, a fin de cuentas.
¿Qué hay que hacer? Ojalá supiera. Pero se me ocurre algo por dónde empezar: un cambio en el discurso, una humanización, a ver si logramos que en Medellín la idea de la limpieza social desaparezca —o sea apenas el sueño vergonzante de una minoría— y no la solución que aprueban más personas de las que me imaginaba.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/mario-duque/