El fantasma de la emperatriz

El fantasma de la emperatriz

Los murciélagos revoloteaban entre los banderines que colgaban del techo del Pequeño Teatro, mientras esperábamos en dos filas a que pudiéramos entrar. En la puerta, un hombre de camiseta negra con el pelo largo decía que armáramos dos filas, una para los que tuvieran boletas, y otra para buscar boletas que sobraran para los que no tuvieran cómo entrar.

No tenía boleta. Sabía que las obras del Pequeño Teatro eran gratis, pero no pensé que la obra fuera a estar llena.

Por la calle pasaban hombres con la ropa rota, algunos sin zapatos, otros con tapabocas. Se acercaban a la fila para pedirnos plata, mientras que tratábamos de ignorarlos.

-Disfruten el arte. – dijo uno de ellos cuando alguien le dio plata.

Un tipo delante de mí me oyó decir que no tenía boleta, y me pasó una boleta amarilla que le sobraba. Tenía cómo entrar, pero necesitaba ver que mis amigos entraran.

El hombre de la entrada nos repetía que buscarían boletas para la Avería, pero no para la obra que vi en internet. Pregunté por la otra obra, por La emperatriz. Apenas me oyó me pasó tres boletos rosados, con una máscara estampada que decía «La emperatriz de la mentira».

Ese día era la última función de la temporada. Cuando vi en internet de qué era la obra supe que era de una persona que vivió en la vida real, de una princesa.

Alguna vez vi que México fue un imperio, un imperio después de haber sido colonia de España, un imperio que estuvo en manos de europeos y del que solo quedaban recuerdos, archivos históricos y libros y obras como la que iba a entrar a ver.

Carlota de Bélgica, o Carlota de México, era una princesa belga que se convirtió en emperatriz de México cuando a su esposo, el archiduque Maximiliano de Austria-Hungría, aceptó convertirse en emperador de un imperio que construyeron los franceses y los conservadores mexicanos pensando que era lo que el pueblo mexicano estaba de acuerdo en ser una monarquía, aunque era solo un espejismo. Maximiliano murió fusilado cuando apenas llevaban cuatro años en su imperio, y Carlota se quedó sola al otro lado del mar.

En internet también había visto que Carlota de México fue regente del imperio muchas veces cuando su marido salía de viaje, por lo que es considerada la primera gobernante de México, y supe que cuando supo que Maximiliano murió terminó encerrada y loca en un palacio de Bélgica.   

Aunque llevara muchos años muerta esa noche la iba a ver, con otra voz, en otra piel…en medio de un escenario.

Sofía y Tomás llegaron faltando un cuarto para que empezara la obra. La gente ya estaba adentro cuando entramos.

En el centro de Medellín las casas viejas se iban muriendo con la época en la que el centro era una zona tranquila, moderna y elegante. Muchas de ellas estaban rayadas y grafiteadas de esquina a esquina, otras habían sido derrumbaban para hacer parqueaderos, centros comerciales o cosas así.

El Pequeño Teatro era una de las casas bien conservadas que quedaban. Tenía una fachada amarilla con ventanas arrodillas grises entre un borde café oscuro. Al lado de la entrada quedaba una cafetería adornada con máscaras teatrales. En el centro de la casa quedaba un gran patio cubierto de piedras negras. Las paredes de la casa estaban cubiertas de cuadros, de grandes fotos y afiches con imágenes de escenas de obras.   

Cada pieza de esa casa era ahora un escenario. A la derecha llamaban a la gente para ver La emperatriz de la mentira. La fila para hacerse en la luneta. Desde afuera alcancé a ver un sofá con lo que parecía ser un bulto de ropa vieja encima.

Una acomodadora nos dijo que en el balcón estaba más vacío. Nos sentamos en una esquina en la parte de atrás del balcón. Al lado de nosotros había tres parejas. Sofía puso su cabeza en el hombro de Tomás, igual que todos ellos.

Desde ahí no alcanzaba a ver el bulto de ropa. Solo se veía la oscuridad del escenario, y la silueta de la pareja que tenía al frente.

Después de unos minutos la acomodadora entró a advertir que pusieran sus celulares en silencio, que este evento era uno de muchos que habrían porque el teatro estaba cumpliendo cincuenta años, y otras cosas más. Cuando ella salió una luz verdosa iluminaba el sofá.

Del bulto salieron dos brazos cubiertos por un chal, una cabeza, y un par de piernas. El bulto que había visto era una mujer acurrucada en el sillón, que hablaba con voz lenta y ronca:

-Yo soy María Carlota de Bélgica, Emperatriz de México y de América. Yo soy María Carlota Amelia Victoria, hija de Leopoldo Príncipe de Sajonia-Coburgo y Rey de Bélgica, a quien llamaban el Néstor de los Gobernantes y que me sentaba en sus piernas, acariciaba mis cabellos castaños y me decía que yo era la pequeña sílfide del palacio de Laeken. Yo soy María Carlota Amelia Clementina, hija de Luisa María de Orleáns, la reina santa de los ojos azules y la nariz borbona que murió de consunción y de tristeza por el exilio y la muerte de Luis Felipe, mi abuelo, que cuando todavía era Rey de Francia me llenaba el regazo de castañas y la cara de besos en los jardines de la Tullerías. Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, sobrina del Príncipe Joinville y prima del Conde de París, hermana del Duque de Brabante que fue Rey de Bélgica y conquistador del Congo y hermana del Conde de Flandes, en cuyos brazos aprendí a bailar, cuando tenía diez años, a la sombra de los espinos en flor. Yo soy Carlota Amelia, mujer de Fernando Maximiliano José, Archiduque de Austria, Príncipe de Hungría y de Bohemia, Conde de Habsburgo, Príncipe de Lorena, Emperador de México y Rey del mundo, que nació en el Palacio de Schönbrunn y fue el primer descendiente de los Reyes Católicos Fernando e Isabel que cruzó el mar océano y pisó las tierras de América, y que mandó construir para mí a la orilla del Adriático un palacio blanco que miraba al mar y otro día me llevó a México a vivir a un castillo gris que miraba al valle y a los volcanes cubiertos de nieve, y que una mañana de junio de hace muchos años murió fusilado en la ciudad de Querétaro. Yo soy Carlota Amelia, Regente de Anáhuac, Reina de Nicaragua, Baronesa del Mato Grosso, Princesa de Chichén Itzá. Yo soy Carlota Amelia de Bélgica, Emperatriz de México y de América: Tengo ochenta y seis años de edad y sesenta de beber, loca de sed, en las fuentes de Roma.

Con el diálogo las luces se fueron ampliando por el escenario, que hacía que todo el espacio estuviera iluminado por una luz cálida.  

La mujer hablaba con diálogos largos y complicados que recitaba perfectamente. Tenía un vestido ceñido de manga larga, una falda de retazos verdes, azules, amarillos, todos diferentes y opacos, y un chal de encaje amarillento. Todo se veía sucio, como si no se hubiera cambiado en muchos días.  

Se fue temblando hasta la esquina izquierda del escenario y cogió un cofre de madera que agarró entre sus brazos, abrazándolo. Decía que un mensajero le llevó ese cofre, en el que estaba el corazón de su esposo.  Fue caminando hasta el centro del escenario y alcancé a ver que tenía la cara empolvada y cubierta con rayas negras de maquillaje, que apenas se notaba al tener la cabeza envuelta en su chal.

Le contaba cosas, emocionada, como si fuera un amigo al que no veía en mucho tiempo, un confidente de un mundo que nadie más podía ver.

– ¿te dijo alguien, Maximiliano, que inventaron el teléfono? – le decía, entusiasmada, al cofre-.  ¿Qué inventaron el gas neón?, ¿el automóvil, Max?, ¿y que tu hermano Francisco José, que según él fue el último monarca europeo de la vieja escuela sólo una vez en su vida se subió en un coche de motor?

Carlota daba vueltas por el espacio, hablando con sus recuerdos, pensando en cómo quiso a Maximiliano, los sueños que tenían juntos, los bailes, sus viajes, sus castillos…

Un golpe. Carlota tiró el cofre, con rabia. Sus palabras de amor pasaron a ser palabras de rabia, de dolor y de confusión.

El cofre cayó en una esquina del escenario. Las luces del escenario se volvieron verdosas como en el principio, y se quedaron iluminando únicamente ese lugar.

La emperatriz gritaba y pataleaba. Se tiró al suelo y empezó a arrastrarse por el piso como una serpiente, maldiciendo a sus criadas, a su esposo…se movió como una víbora por el piso con el cofre entre los brazos hasta que se recostó en el asiento del sofá.

-Quisiera soñar, Maximiliano, que nunca abandonamos Miramar y Lacroma, que nunca nos fuimos a México, que nos quedamos aquí, que aquí nos hicimos viejos y nos llenamos de hijos y nietos-. dijo con el cofre en sus brazos, llorando apoyada en el sillón.

“Esos hijos son solo sueños” pensé cuando la escuché. Carlota y Maximiliano no sin hijos, y sabía que Maximiliano, al que tanto llamaba y buscaba, la fue ignorando y desdeñando cada vez más hasta que murió.

Mis amigos y yo veíamos, impresionados, a esa mujer, que pasaba de la tristeza a las ganas por volver a sentir a Maximiliano.  Hablaba de él haciendo el amor, de cómo acariciaba sus dorados vellos en el palacio de Chapultepec cada noche mientras que mis amigos y yo hacíamos muecas de incomodidad. Carlota se arrastró gateando hasta el cofre.

Parecía una niña con una muñeca a la que le contaba todos sus, secretos de una mujer rota que se deshacía entre las telas desgastadas, aunque parecieran los secretos de una niña contando con pena sus juegos. Era como ver varias mujeres en una. Por un lado, era una viejita sola y triste, que pasaba a ser una niña chiquita, y después se convertía en una mujer sedienta de amor.  

-¡Tú vuelves a vivir cada vez que te nombro! – le susurró al cofre, arrodilla. –  Y pensé ¡Qué importa que todo México vea a mamá María Carlota haciendo el amor con papá Maximiliano! -decía, quitándose su chal y extendiéndose en las piernas. – y claro.

» Comencé a sofocarme. – empezó a contar amarrándose el chal en el cuello. – Me ahogaba, me faltaba el aire. -El chal que se iba amarrando ilustraba cada palabra que decía. – Y solo cuando empecé a sentir el placer más grande de mi vida… ¡Ya no pude más y solté el aire que me abrazaba los pulmones! Y el alma se escapaba por la boca.

La mujer contaba la manera en la que aguantaba la respiración, que parecía que estuviera a punto de asfixiarse; que se ponía morada y asustaba a sus damas de compañía pensando que tenía un ataque.

-¡TRAIGAN UN TANQUE DE OXÍGENO QUE SE ASFIXIA LA EMPERATRIZ! – gritó, antes de caerse de espaldas, muerta de la risa.

Le dijo al cofre que había amado a otros hombres antes que a él, aunque no pasara de ser un inocente coqueteo. Las luces cálidas la enfocaban diciendo que se masturbaba hora tras hora, mientras que nosotros la mirábamos confundidos, intrigados, asqueados. Imitaba sonidos de placer mezclados con sus largos diálogos.

En un punto se quedó mirando al vacío, chorreando baba. En cualquier momento, con todo lo que dijera llegaba a él, a sus sueños, a sus mentiras, a sus odios. Con todo lo que vivió, todo lo que tuviera siempre, a donde fuera, por todas partes sentía a Maximiliano, Maximiliano, Maximiliano.

La obra se iba entre las luces y los movimientos lentos de Carlota, entre sus delirios y su rabietas con el pasado, con un hombre que no estaba, pero lo tocaba todo, y que insistía en que no estaba loca, en que todos le mentían, le escondían lo que pasaba en el mundo, y en parte era verdad.

Después de muchos desvaríos Carlota volvió a gritar desde el suelo:

– ¿Loca yo? “Baronesa de la Nada, princesa de la espuma, reina del olvido. Yo soy la emperatriz de la mentira, que se enreda como una víbora de púas y cambia de color cuando acaricia el mar”.

Se había vuelto a amarrar el chal en su cuello, como si ese mismo chal fuera una serpiente, esa víbora de púas de la que tanto hablaba.

Después de esto Carlota se sentó en el sillón, cansada, y parecía aun más demacrada por la luz cada vez más escasa que la enfocaba solo a ella. Al fin, volvió a recitar:

-Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, Princesa de la Nada y del Vacío, Soberana de la Espuma y de los Sueños, Reina de la Quimera y del Olvido, Emperatriz de la Mentira: hoy vino el mensajero a traerme noticas del Imperio, y dijo que Carlos Lindbergh está cruzando el Atlántico en un pájaro de acero para llevarme de regreso a México.

Cuando por fin se quedó en silencio cerró los ojos y las luces se apagaron.

Los aplausos llenaron la sala. Yo le pregunté a mis amigos cómo les había parecido. Ellos me dijeron que les gustó, que en un punto se hizo larga, pero que era bacana. Tomás, que estudiaba medicina, me dijo que veía muchos de los rasgos de la manía en ella, que tenía euforia, irritabilidad y la hipersexualidad.

En alguna parte de la obra había oído que cuando llega el último día, el día de la muerte, todos los días de la vida se volvían uno solo. Carlota había sido muchas Carlotas en una misma escena, y todas murieron dentro de la obra.

Después de unos minutos la actriz entró a agradecerle al público. Su voz era muy distinta a la de su personaje. Era clara, dulce, estaba lejos de ser la ronca y tristona voz de la emperatriz Carlota, y su cara era de alegría por ver a tanta gente viéndola. Bajamos de nuestros puestos y oímos que afuera de la sala el ruido del público se mezclaba con el de una guitarra.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/miguel-echavarria/

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