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El eterno resplandor de los paseos

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Siempre he tenido miedo del silencio al final de los paseos. Es un momento aislado y desafiante, el inicio de una etapa indeseada: el enfrentamiento con el fin de la alegría consolidada. Los viajes están envueltos en fechas fáciles de recordar, en fotos eternas y risas que concluyen con esta terrible tortura, de la cual nunca he logrado escapar sin derramar alguna lágrima.

Al regresar de un viaje o despedir a los visitantes, uno debe subir las escaleras en silencio, con el sonido de los pasos como única compañía. Antes, eran voces, chistes, planes o, incluso, peleas las que interrumpían los sonidos de la vida. Ahora, solo queda el portazo y el eco del silencio como única compañía.

Los paseos memorables, aquellos que perduran en la memoria, son los más difíciles de celebrar semanas después de su finalización. La nostalgia y el dolor de las despedidas aún no han logrado asentarse. El aire sigue impregnado de recuerdos, música, chistes, momentos y tradiciones del viaje que ha concluido. Aún habrá lluvias de melancolía al intentar escribir el diario de viaje, revisar las fotografías de los buenos momentos o escuchar las canciones que acompañaron la felicidad.

Las semanas que le siguen a los mejores paseos son propicias para las lágrimas. Son agridulces a la felicidad que se supo acabar. Algo inconcebible en los primeros momentos en los que el viaje parece y promete ser eterno, donde los finales son insólitos y solo se respira la emoción de lo que está por venir. Solo cuando quedan tres o dos noches, cuando alguien menciona los preparativos de regreso o se llega al último destino, el corazón comienza a sentir la nostalgia que después se volverá permanente.

Algunas veces, cuando sufro de estos inmensos silencios, después de acostumbrarme a la cacofonía de la familia o los amigos, pienso que nunca me permitiré volver a ponerme en esta situación. Pienso que la vida sería mejor si evito montarme en esta montaña rusa de ruidos que vienen y se van con el permiso del tiempo. Mejor me quedo en la rutina ininterrumpida, donde nunca tendré que oír el triste latido de mis pasos o el portazo que aísla la atmósfera con una soledad impermeable. No tendré que cargar con los momentos de risas en restaurantes fugaces, ni tampoco los silencios cómodos en los carros, ni la logística emocionante (y estresante) de los aeropuertos. Me rehúso a tener que cargar con felicidades encapsuladas y terminantes. La vida no es una historia con principio y fin, entonces la felicidad tampoco debería empezar y terminar en un avión. No debería empezar con un abrazo e irse con el cerrar de una puerta. Quizás, pienso a veces, es mejor así, sin momentos tan felices que están rodeados de una rutina que parecerá -para siempre piensa uno- mundana, comparada a lo que fue.

Pienso en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, la película en la que, en una espeluznante tusa por su exnovia, Joel (Jim Carrey) se somete a un tratamiento de olvido de todos los recuerdos que tiene con ella. Se promete que será mejor seguir la vida sin el dolor de tantos recuerdos felices que fueron y nunca volverán. Recuerdos que siempre cargarán el punzante dolor por su condición de eternos. Porque nunca habrá más como ellos, y ellos son los más perfectos que la vida nos pudo regalar. Pero, como Joel, me doy cuenta, cuando pienso en olvidarlos, que son los tesoros más grandes que nos regala la vida. Olvidarlos sería privarnos de una felicidad que, aunque inalcanzable, sigue siendo evocadora. Que, probablemente, cuando nos vayamos acercando al final de nuestro tiempo aquí, son en lo que pensaré. Son, ojalá, lo que justificará nuestro paso por el mundo.

Hoy, querido lector, recuerdo uno de esos paseos que apenas empieza a asentarse en mi corazón y en mis recuerdos; que sigue doliéndome con una nostalgia intensa. Pero sé que me acompañará a través de sus canciones, fotos y momentos, en los ratos difíciles de la vida. Justificará la espera, porque, así como fue, otros vendrán; distintos, sí, pero precisos para lo que la vida necesitará en su momento.

Agradezco que ese paseo va a invadir cientos de conversaciones que no he tenido. Con cuentos que ameritarán interrupciones entre risas de sus narradores, para precisar los detalles divertidos que sacarán risas y felicidad, más de aquellos que estuvieron ahí, que de los que están subyugados a oír los cuentos ajenos.

Entonces aunque, hoy por hoy, apenas estoy superando la tusa de terminar ­–mismas palabras que usaría Joel–, con mi paseo, no quiero olvidarlo jamás. Deseo tenerlo para siempre en mi cerebro y en mi corazón, para seguir con una vida más llena, más justificada. No importa cuántos silencios me obligue a enfrentar.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/

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