El dolor ajeno no es gracioso

“Está bajito de sal”. Esta es una de las muchas expresiones que escuché en algunas instituciones educativas de la costa colombiana a la hora de calificar a personas con orientaciones sexuales diversas a las heteronormativas: hombre–mujer.

Lejos de caer en la dicotomía de lo que está bien y lo que no en asuntos de género, quiero llamar la atención sobre el gesto mínimo, ese factor aparentemente “irrelevante o poco hiriente” que sabe camuflarse muy bien porque no es estruendoso, pero que, desde la palabra dulce y el humor puede terminar eliminando al otro en su plano político, despojándolo de su condición humana y ubicándolo en el estereotipo del que habla el Psicólogo David Matsumoto. A menudo, este estereotipo, es motivado por ficciones que poco representan la realidad de quien es señalado.

Desde mi experiencia trabajando en la escuela pública colombiana, he evidenciado la lucha contra estas formas de violencia que se camuflan en el mal chiste y en las costumbres como dispositivos complejos que llevan a justificar lo injustificable. Por ejemplo, que unos cuerpos tengan mayor valor que otros y que existan espacios privilegiados en la escuela para los hombres y en menor proporción para las mujeres, como es el caso de la cancha de fútbol o el patio de juegos.

Esta realidad se ve reflejada en cifras alarmantes de violencia en las escuelas colombianas. En 2024, según la Procuraduría General de la Nación, se registraron 1.515 casos de bullying, 610 casos de violencia sexual y 399 incidentes de ciberacoso en colegios del país. Estos datos no solo evidencian la persistencia de dinámicas de exclusión y violencia en los entornos educativos, sino que subrayan el desafío crítico de transformar la escuela en un espacio que forme para la vida ciudadana, en lugar de perpetuar desigualdades y discriminación.

Más allá de los muros escolares, las consecuencias de estas violencias se manifiestan de manera más extrema. El reciente caso de la tortura y asesinato de una mujer trans en el municipio de Bello expone de forma brutal cómo los prejuicios pueden escalar hasta convertirse en actos de crueldad irreversible. Aunque este crimen ocurrió fuera del ámbito educativo, es un reflejo de las dinámicas de exclusión que, desde temprana edad, se refuerzan en la escuela a través de burlas, estereotipos y discursos que deshumanizan a quienes desafían las normas hegemónicas.

Si bien el impacto de la violencia estructural se evidencia de manera devastadora fuera de la escuela, el entorno educativo no puede desligarse de su responsabilidad en la prevención de estos actos. Es en las aulas donde se consolidan los valores que forman para la vida ciudadana, y donde deben abordarse de manera explícita los prejuicios que, si se dejan pasar, pueden perpetuar agresiones más profundas.

Para garantizar que la escuela cumpla con su rol de entorno protector, los manuales de convivencia deben contemplar y atender las situaciones que, aunque parezcan sutiles, generan entornos hostiles y vulneran derechos fundamentales. No basta con identificar la violencia; es necesario establecer mecanismos que realmente la erradiquen y no solo la sancionen después de ocurrida.

En este sentido, la Ley 1620 del 2013, de Convivencia Escolar, establece protocolos para enfrentar conflictos, agresiones e intimidaciones en diferentes niveles. Sin embargo, la existencia de la norma no garantiza su implementación efectiva. Como lo propuso alguna vez el maestro Mockus, la verdadera transformación ocurre cuando no solo se conoce la ley, sino que se comprende, se socializa y, sobre todo, se aplica como un compromiso ético que trascienda las voluntades individuales y se convierta en una práctica común dentro de las comunidades educativas.

Las y los docentes estamos llamados a incomodarnos y a ser responsables frente a las ideas que nos habitan, esos absolutos que nos ponen en el plano de las posiciones y no de los intereses de quienes no conversan con nuestras verdades, que generalmente son morales y no éticas. Lejos de ser un asunto de género, es un asunto de humanidad reconocernos en las intersecciones de una escuela universal, laica y hospitalaria.

Que un mal chiste no le cueste la vida a nadie, no es gracioso.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/

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