Leer el chat de mamás y papás del colegio es como ver desde una ventana las carencias de un mundo adulto lleno de pretensiones falaces y emergencias sociales.
Tener un hijo en edad escolar da la posibilidad de asomarse a esa tragedia. Te agregan sin preguntar, y al final parece que no escapas a los 250 mensajes por hora que se generan de forma irrefrenable, cuando padres y madres en el deseo de ser leídos por alguien, o en la necesidad compulsiva de hacerse notar, se les da por hacer preguntas que ya están respondidas en las circulares de la semana anterior o en el programa de la clase, como cuál uniforme toca al día siguiente teniendo el horario en casa, o compartiendo sin haberlo pedido un foto-reportaje de su hijo desde que se levanta hasta que llega al colegio el primer día de clases.
No vale poner en silencio por un año, predeterminar que nunca descargue las imágenes al carrete de fotos. El chat del colegio te asecha sin escapatoria, y las notificaciones van en ascenso cada segundo, como un conteo en el mejor día de acciones de la bolsa de valores, pero en cámara rápida.
Otras pretensiones se suman a este aparente tierno chat, que congrega al parecer a los mejores progenitores del mundo, siempre cuestionando la autoridad de las profesoras izando la bandera de los derechos de sus hijos e hijas, a pesar que algunos de ellos lleven la malacrianza al salón de clases.
Ahora madres y padres a pesar de ser abogados o ingenieras, economistas o comerciantes, creen saber más de pedagogía que la coordinadora académica del colegio, o más de las asignaturas que las licenciadas que obtuvieron su título en la universidad con al menos 5 años de estudios. En contraprestación, a las profes les toca lidiar con el reflejo de esas familias en el salón de clases, niñas y niños berrinchudos, pretenciosos, criados por la ley del menor esfuerzo porque en casa todo se los hacen; para remate, malacostumbrados a un año en educación en modalidad virtual con mamá y papá interrumpiendo cada 5 minutos a la profesora, para decir que el ejercicio no se entendió, o que la niña no puede seguir porque tiene dolor de cabeza, o para preguntar cuál es la página del ejercicio porque el niño no escuchó bien la indicación, o para regañar delante de todo el mundo a la profe porque no le dio el turno inmediatamente a la criaturita cuando lo solicitó.
Crecer en una familia de maestros ofrece otra perspectiva de la labor docente, más aún en la etapa escolar. Mi mamá, mi papá y algunas tías han sido docentes en escuelas. Mi mamá, profesora de matemáticas y física, en sus últimos años antes del retiro de una escuela pública, tuvo que presenciar en diversas ocasiones, cómo padres y madres se envalentonaban enceguecidos porque sus hijos o hijas no lograban las notas, achacándole la responsabilidad a las profes del bajo rendimiento escolar de su hijo. ¿No será que la responsabilidad primaria de la formación es de las familias?, y que detrás de esas ínfulas, sus hijas e hijos se encuentran rodeados de la ausencia familiar, porque sus padres o madres nunca asisten a las reuniones de seguimiento académico, o porque les envían a clases sin sus libros o cuadernos, y de forma más dramática, en pleno abandono emocional.
Estar detrás de la escena me permitió entender que hay un Proyecto Educativo Institucional (PEI) que regula los contenidos programáticos de las clases, que conlleva una lógica según el desarrollo cognitivo propio de las edades que categorizan por cursos, que profes se esfuerzan en actividades de apropiación del conocimiento, usan su creatividad y recursos para promover la autonomía y las destrezas de niños y niñas desde sus primeros años de vida.
Esto, dejando por fuera la discusión sobre las falencias estructurales de la educación en Colombia, es el reflejo del día a día de docentes de colegios públicos y privados que ofrecen su esencial devoción al conocimiento, y su disposición al desarrollo de capacidades en la infancia y la adolescencia.
Pero el chat del colegio no entiende de PEI, ni de currículo, ni de vocación. Como una cuchilla, critican a profes y escuelas, y les cuestionan hasta de por qué no enseñan multiplicación si ya saben sumar, o por qué siguen viendo los sinónimos y antónimos cuando ya deberían conjugar en pretérito pluscuamperfecto. El chat está sirviendo de diván sin contención para dejar ver la inconformidad permanente, para desbocar la altanería suponiéndose mejor persona que el resto, para alardear de sus crías por sus buenas calificaciones como si eso fuera lo más importante de la educación, reflejando la sobreprotección parental, pidiendo explicación por las tareas que ya les han indicado a sus peques en las clases.
El chat del colegio de mamás y papás no es más que el reflejo de una sociedad llena de inseguridades, frustraciones y problemas de autoestima; que no sabe leer, no solamente textos sino contextos, que no aprende a seguir instrucciones, que no respeta las fronteras de su alcance institucional, que necesita reconocimiento por los mínimos esfuerzos, que porque pagan creen que tienen el derecho a cuestionar sin fundamentos, pero, sobre todo, que no valora la labor docente porque la asume de segunda clase.
El chat del colegio es necesario para llegar a acuerdos, para socializar avances, pero, sobre todo, para acompañarnos mientras nuestros hijos e hijas viven su época de cultivar recuerdos bonitos de su infancia. El chat de papás y mamás es necesario, pero hagamos un poquito de “por favor”, bajemos la ansiedad y sumemos dos mil pesitos de respeto y humildad.