El amante

En una feria de libros usados, entre una estantería dedicada a los Nobel de Literatura, encontré El amante de Marguerite Duras. Me sorprendió verla allí, Duras nunca ganó el Nobel. Tal vez fue un error, o tal vez los libreros saben cosas que los jurados no. Agradecí la confusión. Pensé entonces en esos libros que no necesitan premios para justificar su existencia, los que viven al margen de la fama y se recomiendan no por deber, sino por descubrimiento.

El amante es uno de ellos. Su lectura no obedece a la moda ni al currículo literario, se llega por curiosidad, por esa sospecha de que detrás de un título aparentemente romántico se esconde una herida. Y en efecto, Duras no cuenta una historia de amor, sino una historia de desposesión. En su prosa, el cuerpo y la palabra se confunden hasta no distinguirse; la escritura es un acto carnal, y el silencio, una forma de enunciarse.

La novela sirve de pretexto para la emancipación del cuerpo y del alma. A veces, la sintaxis de los cuerpos se revela y lo que antes estaba impuesto se desdibuja bajo los influjos del sexo. Entonces presenciamos una autobiografía, una mezcla de sentimientos que copulan: la reproducción de una mujer mediada por el deseo. Una historia corta y larga, vieja y joven, de ayer y de mañana. Es el exorcismo de la opresión que hace del hombre menos hombre.

Dirían los grandes: “es mejor no hablar si no se está seguro de mejorar el silencio”. Duras lo hace, el silencio mejora, se ennoblece con la habilidad narrativa con que está compuesto el texto. La primera persona juguetea con la tercera y se procrean. Los tiempos mañosos y despiadados van y vienen como si la vida se tratara de un azar virginal. Los personajes, exquisitos y malvados, parecen estar sumergidos en sus angustias, en sus viscerales relaciones, en un menú de confrontaciones personales escudadas en cuerpos de colores: “amarillos y blancos”.

Es un chino ausente dentro de las piernas de una joven. Son las piernas de una joven -ahora no tan joven- que prefirió al ausente, aunque fuera chino. Una madre desquiciada con su título de blanca en su escuela amarillenta y sus dos hijos: el mayor, malvado, que sigue siendo malo; el menor, muerto, que sigue siendo muerto; y un padre que llegó sin empezar su propia historia.

La génesis del asunto podría apoyarse en esta frase de Duras: “yo soy una escritora, no vale la pena decir nada más”. Y no lo vale. No podría refutarse lo contrario. La movilidad de sus palabras encarna el deseo, la rabia, la frustración, el control, todas las etapas de una existencia temprana…En la novela del Amante, el río está dispuesto a dejar fluir lo que no sirva; a veces nada sirve. A veces solo fluye. Y la combinación adecuada puede hacer de Saigón un lugar etéreo, lleno de sombreros y uno diferente, como quien lo lleva sin cadenas ni modelos.

Un proceso de liberación se lleva a cabo, es la emancipación del cuerpo ante el yugo de los estereotipos. El dolor de la vida busca por dónde salir, entonces las piernas se abren y el odio, la madre, el miedo, la muerte se derrama y se impregna en las virginales cobijas. Todo fluye como el río, luego la herida se confunde con el paisaje y se vuelve satisfactoria. Parece ser que el amor es igual al odio: ambos causan placer cuando se hacen con el alma.

Saigón no es otra cosa que cualquier cosa, allí se puede ser lo que se quiera ser. Todo es posible. Un blanco equivale a diez amarillos –los amarillos están desvalorizados-, el imperio no acepta a los chinos como hombres, sino como chinos. Es un juego político, un juego de roles.

Creemos leer a una joven que hace el amor con un chino y desconocemos que ese acto es tan solo la excusa: una máscara que narra la soledad, la situación de una nación, el inminente envejecimiento del hombre manifestado en el espíritu. Toda la historia está llena de excusas: la madre no es la madre, es la representación de Francia -sutil y protectora con sus favoritos, pero cruel y malvada con sus rechazados-. El río no es el río, es el tiempo que transcurre en el sentido que se navegue. En él se ama, se odia, se muere, y de vez en cuando se olvida.

Al final: “siempre acabamos llegando donde nos esperan”, dice Saramago en su Viaje del elefante, y es cierto. Quien lea El amante entenderá que las palabras son lo de menos, que también son una excusa para develar los sentimientos que cada humano tiene dentro. Y después de todo sentimos que nada es nuevo, que Saigón está en la esquina, que somos un poco amarillos y un poco blancos, que el río está por dentro, y que a veces naufragamos y a veces lo expulsamos en saladas muestras de afecto que derriten el rostro. Somos amantes y amados, y “muy pronto en la vida es demasiado tarde”.

Quizás los libreros de aquella feria lo sabían, entendieron que hay autores que no ganan el Nobel porque ya lo encarnan. Que hay libros que, sin ceremonia ni discurso, se sostienen en el tiempo como los cuerpos que se niegan a morir.

Ad portas de conocerse el nuevo Premio Nobel de Literatura, confieso que poco sé de los nominados, y mucho menos de las apuestas y pronósticos que cada año se arman a su alrededor. Espero en algún momento encontrarme con otra sorpresa que me recuerde que: “Escribir es tratar de saber lo que uno escribiría si uno escribiera”, como lo propuso Margaret Duras.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-carlos-ramirez/

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