La ciudad de hace dos años parece otra. En febrero de 2020, cuando Claudia López registraba los índices de favorabilidad más altos que un alcalde de Bogotá haya obtenido durante los últimos veinte años y cuando COVID era una de esas cosas (tantas cosas) por allá lejanas que creíamos que nunca nos llegaría, Bogotá declaraba una vez más una alerta amarilla debido a la mala calidad del aire; ya lo había hecho en febrero del 2019 y en marzo de 2018.
La emergencia ambiental del primer trimestre de 2020 duró más de un mes, hasta que se confirmó el primer caso de COVID en Colombia y se desató una neurosis colectiva. Fue tanta la confusión por aquellos días que nos encerramos durante días que luego fueron semanas y estas a su vez luego se convirtieron en meses y estos a su vez se convirtieron en una “nueva normalidad”: un eufemismo con el que intentamos encontrar algo de calma en medio de los reportes confusos sobre la ocupación de UCI y la muerte de conocidos y familiares.
Pues esa “nueva normalidad”, en la que solo unos pocos privilegiados pudimos migrar nuestros trabajos a la virtualidad, mientras muchas empresas, de todos los tamaños, quebraran debido a las cuarentenas y miles, tal vez millones, perdían sus empleos, también trajo con ella algunas cosas positivas como la reducción temporal de homicidios y por supuesto una mejoría en la calidad del aire.
Si comparamos la información producida tanto por la Secretaría de Seguridad como la Secretaría de Ambiente durante los primeros días de abril de 2020, encontraremos un milagro: los indicadores mejoraron dramáticamente de un momento a otro. Para el caso de la calidad del aire, aun se puede leer en el portal de la Alcaldía de Bogotá que “la calidad del aire en Bogotá mejoró en un 81%” en esa época.
Un año después, durante el primer trimestre del 2021, la “nueva normalidad” ya no parecía tan nueva y, para entonces, ya al menos sabíamos que medidas tan absurdas como la separación entre vehículos en los parqueaderos o las planillas con datos y toma de temperatura en locales comerciales no habían servido sino para ambientar el performance de una sutil tiranía.
En esa época, cuando aún se abusaba de las cuarentenas sin suficiente sustento científico, no hubo declaratoria de alerta amarilla, a diferencia de los años anteriores. La ciudad continuaba funcionando a media marcha y algunos funcionarios del Distrito, a veces desde la comodidad de sus casas, publicaban como logro el cierre de establecimientos comerciales.
El efecto de las cuarentenas sobre la calidad del aire fue reconocido por la Secretaria de Ambiente en una entrevista del 22 de enero de 2021: “estamos en un año atípico y es muy difícil utilizar los modelos del pasado para pensar qué puede pasar en febrero (…) Esperamos que con las cuarentenas por localidades y la disminución de actividades económicas no veamos una situación que nos obligue a declarar una alerta.”
¿Y entonces qué podríamos esperar para este 2022, cuando volvamos por completo a la vieja normalidad, o tal vez a una nueva-nueva normalidad producto de las secuelas de la antigua nueva normalidad en la que volveremos a las aulas luego de dos años de simular (como en efecto lo hicieron muchas secretarías de educación del país) que habíamos logrado migrar la educación a la virtualidad sin afectar la calidad ni los niveles de aprendizaje?
Vale la pena revisar el tema en perspectiva. Durante los últimos 15 años, Bogotá logró, progresivamente, reducir a la mitad la concentración de PM10 (ug/m3); pasó de un promedio anual de 68 en 2006 a 33 en 2020. Algo similar sucedió con el PM2.5 que pasó de 28 (ug/m3) en 2014 a 18 en 2019.
Como se puede advertir, no es que el aire de Bogotá fuera mejor en el pasado, sino que éramos más permisivos. En 2016 se adoptó el Índice Bogotano de Calidad del Aire (IBOCA) y con él se establecieron unos parámetros de medición mucho más exigentes que llevaron a que, aunque en principio teníamos mejor aire que en el pasado, este no fuera óptimo especialmente durante el primer trimestre del año, debido a las particularidades meteorológicas de la época.
El año pasado, la Administración Distrital actualizó el IBOCA y lo hizo aún más exigente para armonizarlo con el Índice de Calidad del Aire nacional y el Índice de Calidad del aire de Estados Unidos – AQI. Según esta nueva parametrización, las condiciones que nos llevaban a declarar la alerta amarilla ahora nos llevarán a una naranja o incluso a una roja. Es el mismo aire, tal vez marginalmente mejor, si nos guiamos por la tendencia, pero medido de una manera más rigurosa y exigente.
Este año, entonces, Bogotá estrenará el nuevo IBOCA en condiciones “normales”. Aunque este año completaremos la flota de buses eléctricos más grande de América Latina (1.485) es probable que el problema se siga concentrando, como lo muestra el inventario de emisiones, por una parte, en el material resuspendible (36%) como el producido por la construcción de edificaciones y las canteras y por otra en fuentes móviles en carretera (40%) como los camiones (16%).
Uno nunca sabe, pero es poco probable que tengamos nuevas cuarentenas y en ese caso el febrero de 2022 se podría parecer más al de 2018 que al del año pasado, aunque incluso podría ser peor.