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En la noche del 04 de julio, mientras medios internacionales cubrían los excéntricos festejos que las ciudades estadounidenses realizaban debido al día de independencia de su país, algunos medios locales cubrían un tiroteo que dejó al menos seis muertos y más de 26 heridos en la ciudad de Chicago en su tradicional desfile de independencia. La razón de esta masacre es lo más sorprendente: no hay razón alguna. Según las últimas actualizaciones, el suceso fue ejecutado por un joven de 22 años que disparó indiscriminadamente a los asistentes del desfile desde un balcón en el centro de la ciudad. Este día, el día más “americano” del año, en el que se muestra al mundo la abundancia, la prosperidad y el orgullo que una nación ha construido por más de dos siglos, también es testigo de sus más profundas contracciones, de una sociedad que ha llegado a su agotamiento en medio de un negacionismo paranoico y autoaislante, y que, aun así, con la testarudez que la caracteriza, busca mantener su ahora frágil liderazgo mundial en una época que cuestiona sus más arraigados valores. Días antes del 04 de julio, regresé de vivir tres meses en este país y quiero desmenuzar el ácido agridulce que me deja la sociedad estadounidense.
Estados Unidos, por razones históricas, se ha instalado en el imaginario lationamericano como el ejemplo a seguir. La promesa del american dream ha hecho que millones de latinos hayan migrado al gigante norteamericano para cumplir sus sueños a cambio de trabajo duro y el abandono indefinido de sus familias en sus países de origen. Casa suburbana con jardín y antejardín, carros de último modelo para cada miembro de la familia, posibilidad de ahorros, pensión y capacidad para mandar remesas que son pagadas tres o cuatro veces más en nuestras pequeñas economías, son metas que se muestran más cercanas allá en el norte que en el desesperanzado sur. En las comunidades latinas en Estados Unidos, esos sueños tienen sustento en miles de historias de éxito, en ejemplos cercanos y en una que otra propuesta para saltarse un par de pasos y llegar a estos un poco más rápido que el resto. Muchos de los migrantes lo logran, muchos otros se frustran. Pero a ninguno le cuentan la letra pequeña a lo que se someten.
A nadie le cuentan, por ejemplo, que el sueño americano de los años 50s de tener una casa familiar en un barrio suburbano está enmarcado en un modelo de desarrollo obsoleto para los retos que la humanidad tiene en el siglo XXI. Que este tipo de planificación urbana, que aún se construye sin límite, arrasa con los bosques y ecosistemas circundantes, que la poca densidad de sus barrios implica más gasto energético para llevar electricidad, agua y gas a zonas altamente alejadas de sus centralidades. Que sus “bellos” jardines y antejardines de pasto modificado genéticamente tienen altos costos para su mantenimiento y que su utilidad se limita únicamente a ser una barrera natural, aislante, entre su propiedad y la de sus vecinos. Que estas pequeñas naciones autoisladas en los suburbios norteamericanos, son tan lejanas de todos y de todo, que el carro es la necesidad más apremiante a costa del caminar, de construir relaciones vecinales y de vivir en la austeridad de la independencia a los precios de la gasolina. Un modelo altamente perjudicial para la sostenibilidad de la especie humana y del planeta y que no se preocupa por cuestionarse.
A ningún migrante latino le cuentan que el sueño americano implica trabajar dos y tres veces más en trabajos cuyo objetivo son, principalmente, satisfacer las necesidades de white americans. Trabajos que ellos no están dispuestos a hacer y que necesitan, en una especie de neoesclavitud, de “otros colores” para que sean realizados. A los millones de migrantes tampoco le cuentan que todo lo adquirido en esta vida de abundancia y prosperidad está basado en el crédito, que te amarra indefinidamente a la monotonía de la vida para el trabajo. Todo esto, en la fragilidad de un sistema económico cada vez más costoso -para el individuo, para la sociedad y para el planeta-, pero que se resiste a transformarse.
Ahora, ni en la letra pequeña del sueño americano está consignadas sus más grandes vergüenzas. Como que en el país de la libertad sea más condenable tomar una cerveza en la calle que cargar un arma. Como que la sociedad americana celebra la anulación que hace la Corte Suprema de Justicia al aborto legal mientras son silenciosos con los más de 49 tiroteos en las escuelas y colegios que han sucedido en lo corrido del año, o con tiroteos como los de Buffalo, en el que un joven llega a una tienda con una metralleta a matar a más de diez afroamericanos para “disminuir la población negra”. No me malentiendan. Estados Unidos es un país maravilloso y él le debemos el mundo (para bien y para mal) que tenemos hoy. Sus culturas han enriquecido la experiencia humana y muchos de sus valores fundantes han establecido un camino hacia la democracia, las libertades y la exaltación del espíritu creador de la humanidad. Mi corta estadía allí fue fascinante, pero no deja de generarme una sensación de malestar ver a un país que es capaz de enorgullecerse de sí mismo pero incapaz de verse así mismo. Que no cuestiona sus más arraigados cimientos y que no puede mirar al mundo que lo rodea, con todo y sus retos, para transformarse y liderar con la autoridad moral que le ha faltado.