Kévin Diter estudió las representaciones del amor en niños y niñas de 6 a 10 años y encontró que desde muy temprano aprenden que el amor es una “cosa de niñas”. Si un niño se interesa por el amor, se arriesga a que lo traten de “nenita”, “bebé” o “mariquita”. Esto lo leí en el último libro de Mona Chollet: Réinventer l’amour: comment le patriarcat sabote les relations hétérosexuelles (Reinventar el amor: cómo el patriarcado sabotea las relaciones heterosexuales). Los análisis de la dependencia de las mujeres y de los mandatos de la belleza hegemónica, elaborados en sus obras precedentes (Brujas, Belleza Fatal y Chez Soi), son fundamentales para desarrollar esta crítica al amor patriarcal y para hacerlo de una manera tan contundente. Chollet logra desenredar los delgados hilos que nos sujetan a un reino que muchas queremos conquistar, pero que, sin cambios, será siempre nuestra ruina: las relaciones sexoafectivas entre hombres y mujeres. El libro está lleno de referencias que esclarecen, y aquí voy a detenerme en un argumento que es particularmente revelador:
La idea de que el amor es una “cosa de niñas” hace que los niños, dentro de su socialización generizada, pongan en riesgo la imagen que tienen de ellos mismos como varones al mostrarse amorosos. El amor, esa “cosa de niñas”, amenaza el valor más importante de su masculinidad: la posición de dominación. Los niños que aprenden que el amor es “cosa de niñas” lo relegan a posiciones poco privilegiadas dentro de su escala de valores. Las niñas que aprenden que el amor es su propósito y su medio de realización, lo ubican, en cambio, en el primer renglón de sus prioridades. En las relaciones heterosexuales este encuentro desigual favorece conductas explícitamente violentas, como la dependencia económica y las agresiones conyugales. También normaliza la idea de que las mujeres y las relaciones amorosas que se entablan con nosotras son recursos que se agotan, se reemplazan y que siempre estarán disponibles. Una visión extractivista del amor que choca con las visiones redistributivas que muchos hombres “progresistas” defienden a viva voz, pero que son incapaces de llevar a la práctica en sus relaciones afectivas. En ese fallo de origen, en el contraste entre la sobrevaloración del amor por parte de las mujeres y su menosprecio por parte de los hombres, encontré elementos importantes para releer mis historias de amor (y para pensar en las que quiero escribir).
El mayor o menor valor que concedemos al amor no es la consecuencia de una programación biológica, es el resultado de una construcción social y de las dinámicas económicas que esta moldea. El código con el que se instala en nosotras la idea del amor está diseñado para que funcione en un sistema específico, el patriarcal-capitalista, que se fundamenta en la posición de dominación de los hombres respecto de las mujeres. Entonces si las reivindicaciones de igualdad en la esfera pública exigen el reconocimiento de nuestras capacidades para ocupar los espacios de poder, que tradicionalmente han sido reservados para los hombres, las reivindicaciones de igualdad en la esfera privada, específicamente en las relaciones amorosas heterosexuales, exigen que cuestionemos el lugar que le hemos otorgado al amor. No para menospreciarlo, como lo dicta la norma masculina, sino para reclamarlo como un valor que debe ocupar, legítimamente, un lugar central en las vidas de hombres y mujeres.
Asumir que el amor no es “cosa de niñas” y, por el contrario, reconocer que es una emoción fundamental para relacionarnos de manera significativa y solidaria con las demás personas, es necesario para dejar de sabotear nuestras relaciones (y para hacer caer al patriarcado). Y no, no hay que volver a nacer, basta con reconocerse vulnerable. Hasta entonces la distancia emocional será el resguardo de los hombres que le temen al amor, pero sobre todo, de los que le temen a la igualdad.