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La palabra dimensión viene de la raíz indoeuropea mē que significa luna porque alguna vez la luna fue para los hombres la medida del tiempo. No creo que a otros animales les interese la dimensión de las cosas, pero para los humanos es importante conocerla para poder encontrar el sitio que ocupan en nuestras vidas. 

Si una planta se toma tres lunas llenas para dar fruto, quien busca en él su alimento  sabrá cuánto esperar y qué hacer para saciar su hambre mientras espera. Si no pudiera saberlo perdería la oportunidad para sembrar otras plantas, no podría ordenar la cosecha con el ritmo de la vida y lo peor: siempre tendría hambre. Con las personas y las emociones que nos despiertan ocurre algo similar. Si no podemos leer su dimensión estamos siempre hambrientos y a la espera de algo que tal vez nunca ocurra. 

Parte del dolor de convivir con otros seres humanos nace en la imposibilidad de capturar sus dimensiones y de saber qué lugar ocupan en nuestras vidas. A veces hacemos tan grande a una persona que termina por llenarlo todo y dejarnos sin espacio para respirar. Otras veces olvidamos lo flexible que es nuestro corazón y convertimos en bonsais semillas que podrían haber sido bongas. Esto pasa porque las dimensiones son relativas: un metro es un metro solo en relación al  metro patrón que está guardado en los archivos París.

Hay asuntos que alguna vez me parecieron inmensos y que ahora veo diminutos, no porque ellos sean distintos, sino porque los mido con otra regla. Ser consciente de que la regla con la que mido el mundo puede romperse es lo más cerca que he estado de la libertad. Poder gobernar sobre el tamaño de las cosas y darle a cada una el lugar que quiero que ocupe en mi vida es inventarme mi propia Luna.

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