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Medellín, la ciudad de las flores y de la eterna primavera, envuelta en un velo de montañas, atravesada por un río que los ciudadanos, los aguaceros y los derrumbes han ido tiñendo de café. El hogar de artistas y cantantes, y de personas que se les parecen luego de tomar algunos aguardientes. La ciudad del empresariado berraco, de los emprendedores, donde el campo se ha mezclado con la ciudad por los miles de migrantes que huyeron de la violencia desde los años cincuenta. Y siguen llegando. Una ciudad que históricamente ha sido conservadora, amante de la urbanización y de las oportunidades que se crean con la industria, que le ha regalado cinco presidencias a Colombia, y donde han nacido movimientos políticos que han causado euforia, sufrimientos, unión y división. 

Más recientemente, ha asumido también el título de ser la segunda cuna del reggaeton. La música de Karol G, Maluma, J Balvin y Camilo, entre muchísimos otros, ha conquistado como propias las emisoras de radio en todas partes del mundo, y ha puesto a bailar hasta a los ingleses y escoceses que he conocido en la Universidad de Edimburgo. Cuando escucho una canción de estas, sea cual sea la letra, siento una ola de orgullo que me hace coger a mis amigas por los hombros y decirles, en medio de la rumba, “¡Este cantante es de Colombia!”.

Medellín, donde nací y me crié. La ciudad de las matriarcas, donde las mujeres tienen poder, pero de puertas para adentro. Donde se repite lo que dice la abuela pero se hace lo que dice el abuelo. Donde la tradición tiene más peso que la innovación porque por más que sea el “nuevo Silicon Valley” intentamos volver a los “valores de los abuelos.” 

Hay una contradicción que me he encontrado constantemente como mujer paisa a lo largo de mi vida. Por estas raíces profundas que nos siguen limitando a los valores tradicionales de la familia heterosexual con varios hijos, en la que el hombre trabaja y la mujer cuida de la casa, me he conformado con este rol. En mi experiencia, cuando niñas, las mujeres de Medellín quisimos ser mamás antes que cualquier otra cosa. Soñamos con matrimonio y bebés, nos dan de juguete una mini cocina y nos encanta. No soy la excepción. Yo también sentaba a mis papás y abuelos y les servía el café y la torta en platos plásticos vacíos. Por otro lado, esa misma Medellín tradicionalista y goda es la protagonista de canciones de reggeaton que nos objectifican, alardean de nuestros cuerpos como si estuvieran a la disposición de los hombres, y hablan de manera explícita y sin filtros, muy en contra del resto de la cultura paisa.
Y así crecemos las niñas. Entre ser una santa, o madonna, al ser la digna mujer de familia que nuestra cultura valora, o ser la diabla, la whore que los hombres desean. Esta dicotomía la identificó Freud y la denominó el Complejo de la Virgen y la Prostituta (Madonna- Whore complex). Y por mis experiencias esta teoría se extiende muchísimo más allá de ser un argumento a través del cual Freud explicaba su famoso Complejo de Edipo. Esta teoría es tangible, es una dicotomía que todas las mujeres, específicamente las mujeres paisas, vivimos en carne propia. Y es una dicotomía que no deja espacio para ser lo que realmente somos.

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