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El mundo atraviesa lo que muchos han denominado como una crisis de confianza. Cada vez menos personas confían en los gobiernos, las empresas y las organizaciones sociales; también baja la confianza que tienen en sus conciudadanos, vecinos, compañeros de trabajo y amigos. Y alrededor y encima de todo, dejan de confiar en las grandes instituciones: la democracia, el mercado, el liberalismo. Vivimos en un mundo que es, efectivamente, cada vez más desconfiado. La confianza, que ha hecha apariciones recurrentes en estas columnas mías, es fundamental para la vida de los seres humanos y para lo que consideramos como una sociedad funcional moderna. Sin ella, todo es más difícil, y al tiempo, hay movimientos, negocios, amistades, invenciones, experiencias significativas, que simplemente no pueden ocurrir. Una sociedad desconfiada es una tragedia humana.

Por eso -¡por su valor!- la confianza es tan delicada. Es difícil construirla o ganarla y sencillo perderla o destruirla. También, es la razón por la que suponga un problema que tengamos a personas, organizaciones e instituciones que hagan su vida o consigan sus intereses destruyendo confianza o al menos, importándoles poco que una consecuencia de sus acciones irresponsables sea la desconfianza.

Pensemos en ejemplos para ponerle rostro a este personaje, al destructor de confianza. Hace unos días se hizo viral en Colombia el video de un niño que hacía complejas cuentas matemáticas en la mitad de un parque. El video lo había publicado un “influencier” y lo presentaba como la llamativa historia de un humilde niño vendedor callejero con habilidades extraordinarias en cálculo. Poco después de su publicación, pero no antes de tener mensajes de miles de personas, incluido el gobernador de Antioquia, la novela se delató falsa. El “influencier” había montado todo el episodio y aunque rellenó de excusas el asunto, la ambición de viralización parece ser la única motivación del engaño.

El segundo ejemplo es sustancialmente peor, tanto por la acusación como por las implicaciones sociales. Un antiguo contratista de la Alcaldía de Bogotá, desligado de los asuntos del distrito por enredos de corrupción, acusó a la policía y al gobierno de esconder la desaparición y quema de cientos de manifestantes durante las movilizaciones sociales y protestas del 2021. La acusación ha sido desmentida por un sinnúmero de organizaciones que monitorean los casos de violaciones de derechos humanos en el país, y sentenciada por lo que parecería el insalvable hecho de que simplemente no hay ese número de personas desaparecidas en esos hechos. Pero el daño está hecho. En tiempos de polarización y reflujo de noticias falsas, y ahora con la cercanía de las elecciones locales y regionales en Colombia, muchas personas creen y quieren creer aquello que haga ver a los contrarios como enemigos.

Los dos ejemplos, con sus amplias distancias respecto a sus consecuencias para el país, comparten la despreocupación de sus protagonistas por las creencias, en muchas ocasiones delicadas, en las que se sustenta la confianza de muchos colombianos -por poca que pueda ser- en sus conciudadanos y en su gobierno. Reparar ese daño no solo es difícil, sino que puede llevar tiempo y verse enredado por lo que parecen avalanchas de sospecha mutua convertidas en mecanismos para ganar likes y rentabilidad política. Quizá la necesidad pedagógica que plantea todo esto sea insistir en que la confianza es un bien universal para una sociedad. Todos nos beneficiamos de relaciones más confiadas y nos vemos perjudicados por la desconfianza. Los destructores de confianza pueden ver sus acciones en el beneficio de corto plazo, pero, si me disculpan una metáfora brusca, se están orinando dentro de la piscina en la que todos -¡incluidos ellos!- estamos condenados a nadar.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-silva/

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