Desierto

“A veces, por la noche, todos los ruidos de la selva cesaban de pronto. No había un descenso o un atenuamiento, todo se iba en un solo instante, como si le hubiesen transmitido una señal a la vida: murciélagos, aves, culebras, monos, insectos, conectados a una frecuencia que mil años de selva podían condicionar a recibir, mientras tú, dada tu situación, te preguntabas qué no escuchabas ya, pendiente de cualquier ruido, de cualquier fragmento de información. (…) La idea de que uno pudiese convertir cualquier silencio súbito en un espacio que llenabas con todo lo que creías que estaba oculto en ti, podía situarte incluso en las proximidades de la Clariaudiencia. Creías oír cosas imposibles: húmedas raíces respirando, fruta sudando, actividad febril de insectos, los latidos de los corazones de los animalitos.”

Despachos de guerra. Michael Herr.

Viendo la película Dune pensé en el desierto, en su belleza, su misterio, su poder, en los hombres que han aprendido a interpretarlo, a vivir en medio de lo que para otros sería la nada, a guiarse por las estrellas, mientras la mayoría solo nos hemos desconectado de los ritmos naturales.

Cuatro veces he dormido en medio de desiertos, experiencias reveladoras no solo por su belleza única, sino por su profundidad, por la forma en que esa inmensidad de paisaje y silencio lo inunda todo, difumina el tiempo y borra lo que nos sabemos de memoria.

La primera vez fue en el Sahara marroquí, en el norte de África. Hamid, nuestro guía, nos llevó a mi esposo y a mí a la habitación de la posada y se despidió hasta el día siguiente. El termómetro marcaba 52 grados centígrados y aquella pequeña construcción tradicional en medio del desierto, por supuesto, no tenía electricidad. Nos metimos a la ducha y el agua brotaba caliente. Salimos sudando.

Eran apenas las cinco y éramos los únicos allí. Acostumbrados a pensar en “qué hacer” y a solucionar incomodidades, se hicieron palpables la conciencia de tener todo el tiempo y el silencio del mundo, así como el peso de la temperatura. Fascinados, salimos en busca de la calma del atardecer.

Al oscurecer entramos a la habitación, un horno, y supimos que sería imposible dormir allí. Hamid ya conocía nuestro espíritu aventurero, así que nos organizó una cena típica de tajín bereber en la azotea, sobre un tapete y bajo las estrellas. Y allí mismo dormimos, descubiertos, vibrando, vigilantes de los bordes, rogando porque las paredes de la posada desanimaran a culebras y escorpiones. Y la mañana siguiente, después de pocas horas de sueño en una de las noches más emocionantes de la vida, desde el techo vimos a Hamid como una crisálida, envuelto en una manta sobre la arena, porque él sí sabía cómo se duerme en el desierto.

La segunda vez fue en un oasis entre las hermosísimas dunas de Erg Chebbi, a donde llegamos en dromedario tras hora y media de camino. Nos sentamos en una duna a tomar té y otra mujer y yo bajamos “al baño”, tras un arbusto. Nunca olvidaré lo que sentí al salir de allí para regresar: sabía que estábamos al lado pero ya no reconocía nada, solo veía dunas iguales y el silencio lo absorbía todo. Nos miramos y gritamos, pero supimos que nadie oía. Entonces corrimos hasta ver una figura de color y volver a la vida.

Fue una noche casi en blanco, en una colchoneta sobre la arena, equilibrando el éxtasis de tanta belleza con la conciencia exacerbada del miedo a los animales que nos rodeaban en medio de una absoluta oscuridad. Nos despertamos a ver el amanecer y esa primera luz nos reveló decenas de caminitos de distintas huellas a nuestro alrededor.

La tercera vez fue en el desierto de Thar, en la India, cerca de la frontera con Pakistán, con solo una sábana tendida sobre una duna, como si la vida aumentara el nivel de tolerancia con los temores, acercándonos la piel a la arena para conectarnos con sus ritmos.

Y la cuarta fue en Wadi Rum, el desierto rojo al sur de Jordania, conocido como el Valle de la Luna por sus montañas rocosas. El guía, que tenía el equipaje en el carro, nos dejó a la entrada de un enorme cañón para que lo cruzáramos caminando, con la promesa de esperarnos al lado opuesto. Exploramos maravillados un buen rato y llegamos a la salida del cañón. No había nadie, solo el infinito desierto, solo.

Nos miramos con risa nerviosa y empezamos a dar rodeos. Nadie. Esperamos. Nada. Paralizados, pensamos en las maletas, los pasaportes, en no tener cómo llamar. Mi esposo me pidió que me quedara allí y se trepó a una duna para ampliar el panorama. Subía y subía y mi sensación de soledad crecía de forma insoportable. Le gritaba y ya no me oía, hasta que dejé también de verlo. Recordé la segunda noche en el Sahara, cuando me perdí tras el arbusto. Antes de llorar respiré profundo. Pensé casi alucinando en lo poco que faltaba para que se fuera lo que quedaba de luz, hasta que vi la figura bajando la duna con la noticia de que no había nadie en ninguna dirección.

Al rato apareció el guía diciendo que siempre había estado ahí. Como habíamos vuelto a la vida, solo nos quedó reírnos, agarrarnos fuerte la mano, respetar y admirar esas montañas de arena y a los hombres que han aprendido a necesitar y a temer menos viviendo más armónicamente con la naturaleza. Dormir esa noche recordando que el silencio es una prueba de lo que somos, que el camino se borra a la vuelta de la esquina, que nuestro norte debe estar dentro, guiado un poco más por las estrellas.

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