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El 5 de octubre, hace un mes exactamente, estaba saliendo de la universidad, y noté cómo un hombre a mi izquierda me estaba silbando y tirándome picos. Por la esquina de mi ojo pude ver cómo estaba recostado en el muro del edificio y sostenía una bicicleta negra.

Siento que las mujeres hemos sido entrenadas para ignorar y seguir con nuestras vidas sin darles a estos hombres la atención que tanto desean, entonces, sin mirarlo siquiera, seguí caminando. Acababa de salir de una reunión de una de mis extracurriculares, eran casi las 5:30 de la tarde, y estaba emocionada por llegar a mi casa a ver cualquier programa de televisión, hablar con mis amigas, prepararme la comida.

Afortunadamente se me habían descargado los audífonos, por lo que no estaba escuchando música. De un momento a otro, alguien en una bicicleta me pasó por al frente, frenándome el paso y claro, asustándome. Lo primero que pensé fue que casi me habían atropellado, que tenía que tener más cuidado por donde caminaba, pero después me di cuenta de que la persona en la bicicleta no solo me había pasado muy cerca y muy rápido, sino que me había agarrado el brazo, y me había tocado la pierna con la suya.

El mismo hombre que me había estado silbando hacía unos segundos se había montado a su bicicleta, y después de darme la vuelta a mis espaldas, me asustó. Al mirarlo mientras se desaparecía por una esquina, vi cómo se estaba riendo, mirándome. Burlándose de mi reacción, de mi ira, del hecho de que había parado de caminar.

Cuando pude recomponerme después de gritarle un insulto en español, cada bicicleta que escuchaba a mi alrededor me hacía pensar que era él. Pensé que me iba a seguir a la casa, que mientras cruzaba el parque para llegar a mi apartamento iba a intentar volverme a agarrar, o peor. Miraba a mi alrededor pensando que lo iba a ver con cada tracción de llanta que escuchaba, y finalmente decidí entrar a la biblioteca para pedir ayuda.

Hablé con dos oficiales encargados de la seguridad en el campus. Tomaron mi reporte, y mientras les contaba lo que pasó, me sentía más y más diminuta. Pensé que no me había pasado nada, que realmente estaba bien, que solo me tocó el brazo, solo me tocó la pierna. Pensé en tantas mujeres que las acosan en el transporte público, en taxis, en Ubers, agarrándoles sus genitales o sus brazos para inmovilizarlas, y mientras más pensaba, más estúpida me sentía.

Finalmente les dije a los oficiales que sabía que no me había pasado nada en comparación a lo que les pasa a muchas. Les dije que entendía si me decían que mi reacción había sido muy dramática en comparación a lo ocurrido, pero que quería poner el denuncio porque si este hombre era capaz de hacer eso a las 5:30 de la tarde, en medio de la plaza pública de mi universidad, rodeado de gente y de cámaras de seguridad, no quería imaginarme lo que podría llegar a hacer en la noche, en callejones, a mujeres saliendo de discotecas o bares.

Me dieron las gracias por reportar lo que me había pasado, y me dijeron que no pensaban que fuera dramática. Mientras me aseguraban que esto era serio, que esto era acoso, se ofrecieron a acompañarme a la casa. “¡Claro que te vas a sentir así! Nadie tiene derecho a acercarse tanto a ti sin tu permiso, nadie tiene derecho a agarrarte, nadie tiene derecho a aterrorizarte ni en el campus ni en ninguna parte,” me dijeron.

Un mes después, el 5 de noviembre, recibí varios mensajes de Sofía, mi mejor amiga, quien vive en París. Me contó que había tenido un ataque de pánico después de que un hombre en el metro le agarrara los glúteos. El metro no estaba vacío, no estaba tarde, y cuando fue a reportarle lo sucedido a un oficial de la seguridad del metro, él le dijo que no la podía ayudar porque ya había terminado su turno. “Ni que te hubiera sacado un cuchillo. Lo que pasó ni si quiera es grave,” le dijo también.

“Cómo se supone que voy a volver a montarme al metro tranquila?” dijo Sofía entre lágrimas. Y lo único que pude decirle fue que hace un mes sentí lo mismo, y que desde eso intento no ir a esa zona de la universidad, que se supone es pública y segura. De mensaje en mensaje nos dijimos que extrañábamos nuestras casas, extrañábamos tener a nuestras familias a la distancia de unos cuantos pasos para poder descargar nuestra tristeza o ira.

Nos extrañamos también entre nosotras porque, además, no muchos alrededor de Sofía piensan que lo que pasó fue grave. Y más doloroso aún, creo que muchas personas todavía no ven el acoso callejero como algo que duele y entristece, algo que deja una ola de impotencia y frustración en todas sus víctimas. Se nos olvida especialmente que, según me dijeron en la policía cuando denuncié, el acoso es un delito.

Escribo esto sabiendo que no me siento segura caminando por las calles de Medellín si no voy de la mano de mi papá, de un amigo, o de mi novio. Escribo esto acordándome de cuando mis amigas de la universidad me visitaron en el verano y que mientras caminábamos para llegar a un restaurante en Provenza, un grupo de tres hombres nos morbosearon, pensando que ninguna sabía español. Dijeron cosas sobre nuestros cuerpos, nuestra manera de caminar, nuestras bocas. Escribo acordándome con rabia como tuve que callar para que no supieran que sabía lo que estaban diciendo. Y escribo con la plena convicción de que esto es algo que pasa en todo el mundo; Edimburgo, París o Medellín.

¿Es que aprender a vivir la vida como mujer significa también aprender a vivir con miedo? En mi caso, pensé que lo debí haber empujado de la bicicleta, o en el caso de Sofía, siempre dijo que le pegaría un puño al que le hiciera eso. Pero, sabiendo que nos pueden salir con una navaja, que nos pueden seguir a la casa, nos pueden encontrar en redes sociales, ¿cómo vamos a defendernos? Y más aún, ¿cómo podemos desenredar este nudo en la garganta, esta ola de impotencia y de dolor, estas ganas de que el mundo sea diferente que permanecen?

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

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