El cuento del pobre que se vuelve perezoso cuando percibe una ayuda social ha acompañado siempre las críticas a la seguridad social. En una coyuntura como la de Estados Unidos, en la que muchas personas declinan trabajos en los que hasta hace poco se desempeñaban, se escucha claramente en la derecha. También se suma el argumento de los gastos suntuarios, pues si una persona tiene dificultades económicas, no debería tener equipo de sonido, televisión, o entretenimiento, sino gastarlo en las cosas estrictamente relacionadas con la supervivencia. Como dijo Jason Chaffetz, congresista republicano (¡sorpresa!), los norteamericanos beneficiarios de la seguridad social no deberían tener iPhone, sino más bien “invertir en su salud”. (Nota: no importa que un iPhone valga una fracción de lo que la gente en Estados Unidos gasta en salud).
A veces la seguridad social si puede constituir un incentivo a no trabajar. Pero no por lo que piensan los críticos. En muchos países con seguridad social, hay que acreditar una situación de necesidad y vulnerabilidad que justifique recibir la ayuda. Estas ayudas sociales, llamadas means tested (con verificación de medios) porque se adjudican una vez la autoridad ha controlado que estas condiciones se presenten. Aquí aparece el primer problema: hay trabajadores que no pueden tomar un trabajo temporal, porque perderían su ayuda, y no saben si conseguirán un empleo después. En este caso, no trabajar para conservar la ayuda es económicamente racional. Y un efecto perverso es la energía que emplea la burocracia en controlar y verificar información del beneficiario, que a menudo es más el esfuerzo y el dinero destinados a vigilar beneficiarios de la ayuda que a la ayuda misma.
Hay otro agravante. Cuando las personas reciben un dinero por demostrar tener un ingreso por debajo de la línea de pobreza, no suelen pagar impuestos, pero esto cambia cuando comienzan a devengar. Como una ayuda social viene a ser un impuesto negativo (plata del gobierno para el contribuyente), al retirarla y cobrar impuestos, la tasa de tributación es más alta que la tasa nominal (la que dice la ley). Y si damos cuenta del malestar que produce el trabajo (desutilidad en microeconomía), se entiende que para algunos trabajar no resulte atractivo.
Con mucho entusiasmo he visto como en los últimos años se ha popularizado el concepto de Renta Básica Universal (Universal Basic Income o UBI en inglés). Esta se propone como una ayuda incondicional y amplia, que se otorga a todos los adultos, y pretende cubrir los gastos de una persona para no caer en la pobreza. Así, uno puede salir de la pobreza y seguir siendo elegible para el UBI, eliminando el desincentivo al trabajo.
Proponer tal medida no es un salto al vacío. Ya se han realizado pilotos con este proyecto, entre los que se destaca el del instituto Kela, en Finlandia. Este experimento, realizado con todas las condiciones que exige un ejercicio científico, contó con un grupo de tratamiento y uno de control (un grupo que recibía el UBI y otro no). Al comparar las diferencias entre ambos grupos al final del piloto, se entiende cómo impacta la renta básica la vida y opiniones de los ciudadanos. La principal conclusión: los efectos sobre la oferta de trabajo son pocos. Es decir, las personas receptoras de UBI mostraron pocos cambios en su disponibilidad a trabajar (como quien dice, los pobres no se vuelven perezosos). Más interesante aún, las personas beneficiarias del piloto declararon sentirse más optimistas frente a al futuro y disfrutar de una mejor salud mental.
Aparte de ser una ayuda para las personas en la pobreza, que como saben los economistas, es un ciclo que se reproduce, impidiendo a generaciones enteras la movilidad social, el UBI también libera a las personas de la inseguridad económica. No en vano, en otros experimentos de renta básica universal han mostrado el efecto emancipador de esta ayuda: las personas pagan deudas, emprenden proyectos productivos, se liberan de una relación familiar opresiva, invierten en su educación…
Mejor dicho, denle plata a la gente.