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Carmen Mendivil

Del tapabocas y otras funciones

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"En una maravillosa providencia, el tapabocas, tanto de forma figurada como literal, les tapa la boca a los acosadores callejeros."

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En el sentido figurado más amplio, ya habíamos adquirido la costumbre de escuchar la palabra “tapabocas” para todo lo relacionado a contener aquello que la verborrea deja salir sin control de nuestras bocas.

Empezamos a asociarla en el modelo de crianza tradicional, no en esta dicha de la crianza positiva y cero palmadas que gozan las nuevas generaciones.  Por allá antes de la década del 90, nos enseñaban a no decir malas palabras, a respetar a las personas mayores o a no cometer las imprudencias típicas de la infancia con un tapabocas. Eran esos tiempos dentro del proceso propio del crecimiento en el que se deben pulir las formas de dirigirse y nombrar las cosas y situaciones. Ante el menor traspiés verbal, se activaba el sentido arácnido de personas mayores y con ello la sentencia “le voy a dar su tapabocas”, frase pronunciada entre los dientes y ojos bien abiertos para enseñar a cuidar lo que se decía.  Se conoce en otras formas como “le voy a dar su al revés”; “voy es a voltearle el mascadero”; “le voy a poner la boca en el fogón” acompañado del movimiento completo de brazo y mano posición dorso apuntando hacia el rostro de alguien menor de 18 años bajo su tutela, en trayectoria directa a la boquita malhablada. En medio del movimiento, la creatura emprendía la huida previa a que el movimiento alcanzara su objetivo. Siempre era un amague, una amenaza que se vivía como una eternidad pero que no superaba el segundo y medio de vida.

Cuando la ofensa fuera de mayor gravedad y ya ganada la mayoría de edad, la frase de “tenga su tapabocas pa’ que respete” era la antesala de la mano que, golpeando los labios contra los dientes, ni tan fuerte que hiriera ni tan despacio que no hiciera daño, llegaba a su propósito final cuando de la pedagogía sobre el decente manejo verbal se trataba.

Ahora la palabra “tapabocas” se amplió en su uso, se vende,  se compra, se exige en el sentido literal. En otros idiomas se le llama mascarilla o máscara, pero en castellano le acomodamos el barbijo, y más extendido en Colombia el tapabocas. La emergencia sanitaria lo exige, y ya es un asunto no solo de norma social, también por salud y por respeto hacia otras personas. Ahora sí, con la boca cubierta y la nariz protegida, se resguarda la bioseguridad, se evita la dispersión de los virus o la adquisición del mismo. A pesar que haya costado un poco acostumbrarnos a éste, el tapabocas nos salva la vida.

Fuera de la misión protectora, no hay cosa que más me haya encantado del uso obligatorio del tapabocas que su doble función de bioseguridad y de lo que podría llamarse por ahora “civiseguridad” (por aquello de civitas, origen de la palabra ciudad), en especial para la tranquilidad de las mujeres.  En una maravillosa providencia, el tapabocas, tanto de forma figurada como literal, les tapa la boca a los acosadores callejeros.

Para las mujeres no hay cosa que más perturbe al salir a la calle que tener que estar en la línea visual de un acosador que se cree con el derecho de opinar sobre nuestros cuerpos. Se encuentran también en la modalidad de grupito, bien posados en una esquina o sardinel, caen en gavilla esperando que pase la adolescente del barrio para mandarle la cantidad de sandeces sobre cómo imaginan penetrarla si estuviera en sus camas. Así sobrevivimos las mujeres a veces cambiando de acera para no tener que escuchar tanta molestia, incluso eligiendo el tipo de ropa que no conceda la licencia a otros de opinar, o con audífonos escuchando la música que silencie los silbidos y alardeos de galantes no invitados. Claro que eso no nos salva de toqueteos o manoseos que se han vivido en el transporte público o en la calle cogestionada. Por eso, a los acosadores falta darles el “tapabocas pa’ que respeten”.

El tapabocas entonces, cumple una función anti acoso fundamental. El mal llamado piropo no está completo si no lleva una mirada lasciva y una expresión facial con connotación sexual. El beso al aire rechinante o la lengua autosaboreando el contorno de su boca, son algunas de las prácticas de los acosadores cuando buscan sin aviso el contacto con cualquier mujer que ose pasar por enfrente de alguno que necesita reforzar su virilidad, a peso de complicarle la existencia a otra con estrógenos.

El tapabocas ojalá sea ese rompehábitos, un bozal que ayude a mermar la necesidad de acosar, porque ya no es lo mismo echar el dizque piropo con la mitad de la cara cubierta y reduciendo las frases malintencionadas exponencialmente en su volumen y nitidez.  Es una buena fórmula para que los acosadores se desacostumbren a ese mandato heredado de generación en generación, que disfrazado de engalanamiento no es más que una forma de imponer el poder de la masculinidad sobre el espacio público. Así, una mujer en la calle se acosa a forma de aleccionarla por atreverse a estar sola al abandonar su lugar por excelencia en el espacio privado: la casa.

Que este tapabocas sea también un elemento de “civiseguridad” que contrarreste el poder de los acosadores para alterar nuestra sensación de apropiación del espacio público. Será una de las consecuencias no esperadas, contradictoriamente a raíz de esta pandemia, y es que se promuevan condiciones para que tal vez por primera vez, las mujeres podamos gozar del derecho ciudadano a transitar libres del acoso callejero.  

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