Déjà vu

El país atraviesa una de las turbulencias políticas más duras de su historia reciente. No es una exageración decirlo; en Colombia casi no pasa semana sin un nuevo escándalo, pero los niveles de ajetreo, pugnacidad, violencia, caos, miedo y frustración de los últimos meses nos tienen a todos con los pelos de punta—crispados, a la defensiva, esperando que lo próximo sea todavía peor. El “país de las emociones tristes”, como lo llamó el profesor Mauricio García Villegas, exhibe hoy su versión más descarnada.

Pensábamos que, después del crimen contra el senador y candidato Miguel Uribe Turbay, tendríamos al menos una tregua para atender el llamado a desescalar la violencia política, esa que suele germinar con adjetivos descalificantes y termina en la destrucción moral y física del adversario. El atentado nos mostró el rostro más crudo de la confrontación electoral y nos devolvió a un pasado que aún no cicatriza, pero al que, obstinadamente, parecemos empeñados en regresar.

Sin embargo, allí no se detuvo la espiral. Algunos de nuestros políticos han exhibido un talante ético ínfimo y una ambición sin escrúpulos hasta convertir la vida que está en juego en un carnaval grotesco de lágrimas televisadas y autobombo. El presidente—quien, por mandato popular y constitucional, debería encarnar la unidad nacional—no ha hecho más que intoxicar el ambiente, jugar con fuego y avivar las violencias en su arrebato autoritario por imponer, a toda costa, su empresa personalista disfrazada de reformas populares.

Colombia repite, cíclica y trágicamente, sus desgracias. Cada generación ha tenido su cuota de violencia, de negación de la humanidad del otro, de barbarie y terror: mis abuelos huyeron del suroeste antioqueño, perseguidos por las masacres liberales-conservadoras; mis padres crecieron con el pavor de las bombas en cada esquina y con la desesperanza de ver asesinar a una generación de líderes; y ahora nosotros parecemos adentrarnos en una nueva etapa de violencias recicladas—mutadas y amplificadas por medios y redes—alimentadas por la corrupción, la ausencia de fronteras morales y una política ruin. Es un déjà vu nacional, una sensación escalofriante de haber estado aquí antes, aunque el escenario y los actores cambien.

Nos toca, entonces, plantarnos ante el espejo y preguntarnos si dejaremos que esta inercia siga dictando nuestro destino. Colombia lleva décadas pagando con sangre los extravíos de una clase dirigente incapaz de anteponer el bien común a sus intereses. Sin un mínimo de sensatez política—sin acuerdos básicos que protejan la vida, la dignidad y la democracia—continuaremos girando en el mismo carrusel de horrores. Romper el ciclo exige algo más que la indignación del momento: implica asumir una responsabilidad colectiva, rescatar la deliberación pública con sentido común y sensatez y, sobre todo, defender con firmeza la idea elemental de que ningún proyecto, por noble que se proclame, vale una sola vida humana.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/samuel-machado/

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