¿Cuándo fue la última vez que cambió de opinión sobre algo realmente importante? O mejor ¿recuerda la más reciente discusión (en persona o virtual, no importa) en la que le dio la razón a su contraparte? Ojalá lo haga, porque para mí sigue siendo difícil. Ahora, no hay nada de extraño en esa dificultad, las personas estamos delimitadas por sesgos cognitivos, valoraciones identitarias e incentivos grupales a la lealtad de ideas que explican nuestra poca disposición a cambiar creencias, otorgar puntos ajenos y en general, cambiar la manera como pensamos de algo.
Lo primero es que la disponibilidad de información, la representatividad que le otorgamos y la búsqueda de confirmación de nuestras creencias nos empujan a reafirmarnos constantemente y evitar nueva información o enfrentamientos que puedan ponerlas en duda. Lo segundo es reconocer que nuestras ideas y opiniones no son solo eso, son características de identificación moral que nos acercan a nuestro grupo de referencia y nos ciegan frente a otras alternativas.
Estos dos elementos pueden resultar particularmente problemáticos, sobre todo, en sociedades hiperconectadas. El humilde origen de nuestro cableado evolutivo nos preparó para las dinámicas sociales más simples de los grupos pequeños, en donde la homogeneidad de ideas resultaba profundamente valiosa para evitar conflictos y generar cohesión entre sus pocos miembros. Las democracias liberales multiculturales en las que todos accedemos a multitud de información e interactuamos con miles de otros ciudadanos a través de la virtualidad están presentando un gran reto para los seres humanos. Siempre hemos sospechado, en las esquinas más tribalistas de nuestras cabezas, que lograr que algo más amplio que lo inmediato funcione era iluso.
Extrañamente, en ese escepticismo puede haber luces frente a los dilemas presentados por la forma cómo recibimos y procesamos información. Si reconocemos que es probable que algunas de estas características humanas produzcan riesgos enormes para instituciones sociales y políticas que valoramos mucho, la humildad cognitiva, entendida como la duda propia sobre nuestra capacidad de procesamiento de información, resulta fundamental. Estas son diez ideas, pensadas en forma de reglas de juego autoimpuestas, para seguir ampliando la conversación sobre la duda propia, el debate democrático y el consumo responsable de información.
1. Dudar, pero no solo de fuentes y medios de información, también de mí mismo: no es el primer paso por nada. Este decálogo solo tiene sentido al dudar de nosotros mismos, pero hacerlo constante y sistemáticamente siempre que nos veamos expuestos a situaciones o información riesgosa.
2. Comprometerme a la reciprocidad lógica: Estanislao Zuleta la definía como la idea de otorgar a la contraparte de una discusión la confianza sobre la validación de sus motivaciones, la sinceridad de sus intenciones y la convicción en sus argumentos. Es decir, reconocer en el otro a un igual argumental, potencialmente tan convencido como nosotros, tan juicioso y bien intencionado (así esté equivocado o defienda algo con lo que no estemos de acuerdo) que nosotros mismos.
3. Leer, releer, revisar y contrastar: una regla de juego básica, en ocasiones incomoda, pero fundamental.
4. Preguntarme no solo “¿esta lectura de la información a quién beneficia?”, también, “¿por qué estoy tan de acuerdo o tan en desacuerdo con esto?”: de nuevo, el escepticismo no solo aplicado a la información y quien la produce, sino -y, sobre todo-, a nosotros mismos.
5. Leer los comentarios, espantarme, ver qué pasó: la interpretación de otros sobre algo puede ser muy valioso para reconocer consecuencias indeseables, refuerzos negativos e incluso instrumentalizaciones de una posición o postura. Mirar la sección de comentarios o conversar con alguien más sobre algo nos puede dar un necesario contexto sobre las implicaciones de cosas con las que en un primer momento pudimos estar de acuerdo (o en desacuerdo).
6. Intentar equilibrar al algoritmo: el algoritmo es uno mismo. Más o menos. Pero evidentemente se alimenta de la información que introducimos, casi siempre, de la versión más regularcita de nosotros mismos. Tomar un poco el control sobre a quién seguir, a quién leer y cómo armarse un panorama de posturas diversas puede compensar un poco la cosa.
7. Asumir la terrible, pero evidente posibilidad de la equivocación: sin abrirse a esta posibilidad, todo el ejercicio de humildad cognitiva es un esfuerzo vacío de consecuencias.
8. Poner a prueba las ideas: discutir las ideas, con ciertas reglas de juego, puede ayudar a afinarlas e incluso, puede darnos la posibilidad de encontrar una nueva perspectiva. De cara a los eternos enfrentamientos sordos en medios sociales esto parece inocente, pero precisamente ese puede no ser el mejor entorno para las discusiones importantes.
9. Discutir con orden y estructura: hay buenas pistas en los modelos de argumentación e incluso, en las delimitaciones de debates y espacios de deliberación estructurada. Parecerá exagerado, pero asumir algunas ideas, como los turnos, el uso de la palabra o los límites de tiempo, en conversaciones y discusiones cotidianas puede hacer mucho por mejorar nuestra comprensión de posturas contrarias y la perspectiva de alcanzar acuerdos.
10. Armarse –hasta los dientes- de paciencia: sí, sí, nada de esto es sencillo. Mucha paciencia.