De Pablo Escobar a Quintero Calle

Con Pablo Escobar se instaló en nuestra sociedad en nuevo marco axiológico: el de “todo vale”. Desde entonces, el ethos paisa instituido a partir del trabajo duro, la vida frugal, la compasión por el que sufre y el respeto a la palabra empeñada, dio paso a una cultura del dinero fácil, a la fastuosidad mafiosa y al más férreo individualismo. En otras palabras: Con Pablo Escobar se constituyeron las condiciones que permitieron la emergencia de otro personaje igualmente nefasto, Daniel Quintero; del narcotraficante con ambiciones políticas nació el político arquetipo del mafioso.

La naturalización de la impunidad y la relativización de los medios condujeron a que buena parte de la opinión pública, sobre todo bogotana, aceptara sin cuestionar cualquier atajo con tal de alcanzar resultados inmediatos. Cuando el dinero sucio de la droga comenzó a financiar la política local, se abrió la puerta a prácticas de clientelismo y corrupción que erosionaron los canales institucionales. Así, la figura del político dejó de asociarse con el servidor público para transformarse en la del gestor capaz de “resolver” al margen de la ley. Ese desplazamiento moral explica por qué hoy resulta tan difícil distinguir entre el caudillo populista y el traqueto: ambos operan bajo de una lógica de favores, de lealtades compradas y secretos que intentan mantener en la sombra.

En el caso de Daniel Quintero, ese modelo de poder mafioso encontró un rostro joven y mediático. Su llegada a Medellín estuvo marcada por el uso intensivo de redes sociales y portavoces digitales, reproduciendo la fastuosidad escobarista en entrevistas, discursos y memes que lo presentaban como el “salvador” de la ciudad. El culto a la personalidad, tan propio de los grandes narcos, se combinó con un discurso de modernidad y cambio, borrando así la frontera entre espectáculo y política.

A su vez, la vieja red de clientelas paisas renació bajo nuevas modalidades: convenios con contratistas afines, apoyos económicos de grupos de interés y la complicidad tácita de sectores públicos y privados. El resultado es un entramado de poder criminal que reproduce, como por analogía, la estructura jerárquica y de obediencia que Escobar supo implantar en su feudo. Quintero heredó y actualizó ese andamiaje: quienes dan dinero o votos reciben favores, puestos o contratos, mientras que aquellos que se atreven a cuestionarlo son perseguidos, acosados, perfilados y amenazados.

Pero, así como en los 80 y en los 90 la sociedad civil antioqueña no se arrodilló ante las bombas de Escobar, tampoco lo hizo frente al poder de Quintero. Movimientos ciudadanos, organizaciones no gubernamentales y grupos de jóvenes lideraron iniciativas como campañas de transparencia, veedurías ciudadanas y simbolismo performático, exigiendo decencia en el servicio público y contrarrestando la propaganda que se emitía desde el piso 12 de la Alcaldía. Puede afirmarse sin temor a dudas que el oscuro periodo vivido durante esos años ha propiciado un nuevo despertar ciudadano, el cual es todavía rudimentario, pero con el potencial para reconstruir a Medellín como proyecto de ciudad.

Hoy, el reto será convertir ese brote de ciudadanía en un movimiento cohesionado y duradero, que imponga la integridad como condición innegociable del poder. Sólo a través de la participación activa y vigilante de la ciudadanía, de la alianza entre diversas fuerzas sociales y de la exigencia constante de transparencia podremos desmantelar para siempre los remanentes del poder mafioso enquistado en la ciudad. Sólo así es posible una nueva confianza en las instituciones y un nuevo sentido en el ejercicio de lo público, permitiéndonos habitar en un proyecto común cimentado en una cultura del bienestar colectivo, y no en la instrumentalización del aparato de estado para satisfacción del bolsillo de los intereses privados.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/julian-vasquez/

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