Hay frases que se repiten tanto en Medellín que ya parecen parte del paisaje sonoro: «esto antes era un barrio tranquilo», «ya nadie puede pagar aquí», «los turistas se adueñaron de todo». Al principio, estas voces eran grito, luego reclamo… hoy suenan más como eco. Es posible que, sin querer, hayamos transitado de la queja urbana al olvido colectivo. No porque el problema se haya resuelto, sino porque nos acostumbramos a él.
Y lo más inquietante es que, cuando viajamos, muchas veces repetimos lo que criticamos. Llegamos a otros destinos buscando comodidad, encanto y precios que allá también elevan los arriendos. Somos habitantes críticos y turistas entusiastas al mismo tiempo. Una contradicción incómoda, pero muy reveladora.
Medellín sigue transformándose de manera hiperacelerada. Basta con caminar por Laureles, Provenza o Manila para notar los efectos amplificados: los precios siguen disparados, los negocios tradicionales dan paso a cafés “de autor”, las casas se derrumban para construir hoteles de renta corta, los letreros y menús aparecen en inglés, y cada vez hay más visitantes que llegan no solo por el paisaje, sino por el estilo de vida que venden las redes (con lo maravilloso y lo perverso).
Este modelo de ciudad ha traído, además de desplazamiento y pérdida de identidad barrial, cierta comercialización de lo cotidiano. Y aunque muchos lo critican, es difícil desligarse del fenómeno cuando también se depende de él.
Salir de Medellín y llegar a Barichara o Palomino nos pone en otro rol. Uno que suele pasar desapercibido, pero que refleja nuestra parte del ciclo: buscamos lo bonito, lo cómodo, lo que “valga la pena”, sin pensar que quizás estamos contribuyendo a lo mismo que lamentamos en casa.
La clave no está en renunciar a viajar, sino en hacerlo desde otro lugar. Con curiosidad, sí, pero también con respeto. Con ganas de conocer, sin consumir la esencia: ser turista responsable.
Se trata de pequeñas decisiones: comer platos típicos cocinados por manos del lugar, aprender sobre la historia del destino, preguntar antes de fotografiar, escuchar sin juzgar.
Incluso el turismo puede entrelazarse con los intereses creativos. ¿Qué tal viajar para aprender a bordar como lo hacen en el Caribe o participar en talleres comunitarios? Viajar puede ser un acto de conexión, no solo de escape.
Tal vez la verdadera transformación empieza cuando aceptamos nuestra dualidad. Cuando dejamos de buscar culpables afuera y nos preguntamos: ¿qué tipo de huella dejo cuando me muevo por el mundo?
Viajar no debería ser una forma de borrar límites, sino de entenderlos. Medellín y Colombia no necesitan menos turistas, sino más visitantes conscientes. Y quizás, también, más ciudadanos dispuestos a mirar sus propias contradicciones.
Y hay algo adicional: parece que hace unos semestres la gentrificación fue tema de todas las conversaciones, columnas, podcasts y foros. Hoy, en cambio, suena más como ruido de fondo. Tal vez nos resignamos, tal vez nos adaptamos. El discurso se desgasta cuando se repite sin traducirse en acción. Pero eso no significa que el problema haya desaparecido, solo que nos cuesta seguir nombrándolo sin sentir que estamos patinando en lo mismo.
Y ahí es donde hay que insistir: no para repetir la queja, sino para renovar el diálogo. Para volver a hacernos preguntas incómodas y construir otras formas de habitar, de viajar, de transformar.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/maria-antonia-rincon/