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El capitalismo recompensa la especulación. Las historias. En eso se parece a nosotros. Nos acercamos a las compañías que son capaces de hilar sus productos con futuros mejores y momentos perfectos. Va más allá del mercadeo, pienso yo. Se integra en el sentimiento que nos provocan esas compañías. Para mí, quizás su mejor manifestación fue la primera campaña publicitaria que lanzó Steve Jobs en su segundo mandato al frente de Apple: “Think Different”. Los productos eran un portal para la creación de proyectos eternos. El teclado y el mouse eran las nuevas herramientas para dejar nuestra marca en la humanidad. Para pensar distinto, había que usar herramientas distintas. Para ser atrevidos, para besar la historia, debíamos comprar Apple.
Ahí medio se acaba la ilusión. A fin de cuentas, venden productos. Útiles, radicales, que cambiaron nuestra relación con el trabajo, el estudio y nuestros objetos más preciados. Pero siguen siendo entidades diseñadas para abrir nuestra billetera. No creo, sinceramente, que muchas de estas compañías en el fondo se coman ese cuento de que son vehículos de transformación para la humanidad. Creo que sus productos pueden transformarla, pero, por los incentivos que hoy rodean a estos entes gigantes, solamente sobrevivirán aquellos que logren abrir billeteras y no aquellos que traten de cambiar el mundo.
Siempre me ha impresionado el cuento de cuando Zuckerberg tenía mi edad. A los 23, Facebook ya valía más de 15 mil millones de dólares. En una entrevista le preguntaron si no le parecía loco liderar una compañía de ese tamaño. Zuckerberg respondió que él no creía que fuera tan grande. Usó la palabra “conexión” más de 15 veces en esa entrevista, en su murmullo extraño y pausado. Mencionaba que la misión de Facebook, para siempre, sería conectar a la humanidad. Recuperar relaciones perdidas por el tiempo y la distancia a través de píxeles. En 2008, Facebook no había generado un dólar de utilidad. No sabía cómo se iba a monetizar. Pero hoy vemos cómo esa búsqueda por la monetización batió y borró todas las misiones nobles de un joven que nunca estuvo muy preocupado por la nobleza.
Hoy en día, Meta, con sus redes sociales, moviliza la adicción a contenido preseleccionado para nuestras preferencias. Prefiere que no veamos imágenes de quienes conocemos, sino imágenes que son capaces de convencernos de usar la aplicación un rato más, para así estar expuestos a más publicidad. Apple, queriendo hacernos pensar diferente, hoy le vende millones de iPhones sin mucho escrúpulo respecto al uso que se les da. Antes que pensar diferente, ellos prefieren que nos unamos a las masas, usemos sus productos lo más posible y nos quedemos atrapados en su ecosistema.
Todo este preámbulo es una advertencia sobre lo que terminará pasando con la nueva tecnología que cambiará nuestras vidas para siempre: la inteligencia artificial. Sam Altman, cabeza de OpenAI, que hoy encabeza con sus modelos la carrera por entender este mercado emergente, ha dicho repetidas veces que su producto acabará con la pobreza mundial. Con su voz carrasposa y palabras enredadas –no muy distinto al tono de Zuckerberg hace 17 años– ha insistido en que, en sus oficinas de San Francisco, se está incubando un producto que para siempre hará a la humanidad más productiva y próspera.
No menciona que, a largo plazo, los 18 mil millones de dólares que ha recibido de inversión deben multiplicarse para satisfacer a sus dueños; que el producto, parecido a Instagram, debe volverse esencial para la mayor cantidad de personas a fin de abrir la mayor cantidad de billeteras; que la misión de OpenAI, xAI, Anthropic, High-Flyer, Google y demás no es crear un producto que levante a los países de bajos ingresos de la pobreza, sino convencer a la mayor cantidad de billeteras de que compren su producto.
No reprocho que las compañías hagan esto. Es parte del juego del capitalismo y es un juego que ha creado muchísima prosperidad. Tampoco reniego que sus líderes no puedan resistirse a hilar historias magnas sobre sus productos. Creo que es inevitable. Pero sí advierto que sus cuentos no reflejan la realidad a largo plazo. Hay intereses mucho más importantes para las compañías que cumplir con las promesas del mercadeo. Son las del mercado. Entonces, en este auge de locura con esta tecnología nueva, recordemos tener el ojo pelado cuando empiece a dar la vuelta y sus promesas se diluyan en el olvido, pero logren atraparnos en una dependencia accidental de la que es difícil escapar.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/juan-felipe-gaviria/