¿Cuánto vale la memoria?

¿Cuánto vale la memoria?

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Hace poco más de un mes me invitaron a hablar en un podcast sobre mi experiencia viviendo en el exterior. Les conté a Laura y Alejo, anfitriones de No hay banderas en Marte, sobre mi mudanza a Edimburgo desde Medellín a los 18 años, el por qué detrás de la decisión de irme tan lejos, y cómo funciona estudiar Historia y Ciencias políticas en una universidad fundada en 1583. Aunque mi parte favorita fue cuando hablamos del futuro.

Les conté sobre lo que me mueve, el periodismo con integridad y pensamiento crítico, y respondí las preguntas que una y otra vez me han hecho amigos y familiares, tanto en Colombia como en Escocia. ¿Cómo se me ocurre soñar con devolverme a mi país?

Escribí hace poco por este mismo medio una columna, Apostarle a Colombia, explicando este sueño que llevo tan arraigado a mi alma. Pero en el podcast, entre otras cosas, hablé sobre querer trabajar en un periodismo con memoria histórica, que considere como se ve el postconflicto en Colombia, y que rescate las historias que muchas veces pasamos por desapercibidas, como normales, como comunes.

En las redes del podcast me llovieron críticas, algunas respetuosas y otras no tanto. Unos se burlaron de mi manera de hablar, otros me dijeron que no podía hablar de una época que no me tocó (nací en el 2002), y unos cuantos utilizaron palabras más fuertes para describirme, a una persona que nunca han conocido. Uno me escribió por interno, diciéndome, entre otras cosas, que “por eso es que a las mujeres no se les debió haber dado el derecho al voto.”

No sabía que debía tener un doctorado para hablar de la realidad que como colombiana he percibido, ni que debía tener el permiso del mundo para opinar sobre temas transversales que, aunque les duelan mi edad y mi género, sí me importan, sí me afectan, y sí me apasionan.

No me ofendieron, ni me hirieron esos comentarios; crecí con personas que me decían cosas parecidas o peores, pero de frente y sin el colchón del internet, intimidándome, amenazándome, tentándome a escoger el camino fácil. De mantener mis pensamientos públicos adentro de la privacidad de mi diario.

Lo que sí me pareció interesante, y motivo de un análisis más profundo, es la percepción que tenemos del “postconflicto.” La gran mayoría de los comentarios resaltaban que siguen existiendo disidencias, el paramilitarismo, las bandas narcotraficantes. Seguimos viendo titulares de secuestros, asesinatos, el ELN, y por supuesto, mediocridad estatal.

Algo que mencioné en nuestra conversación, que vale la pena seguir resaltando, es que confío en que una sociedad en postconflicto, como lo es Colombia en la comunidad internacional, no es una sociedad normal. Se nos olvida que una sociedad como la nuestra, con rastros de bandas criminales desmovilizadas, con la sombra de una violencia tan reciente, y con un legado permanente del narcotráfico, debe reconocer al postconflicto como parte de ese proceso de destrucción de las reglas sociales y de reconfiguración de lo que percibimos como propio.

Durante mucho tiempo, lo único que podíamos reconocer como nuestro era la inestabilidad. Nuestro pueblo, hasta que los pájaros o los chulavitas entraron a quemarlo todo. Nuestra tienda del barrio, hasta que los dueños huyeron porque no podían pagar la vacuna. Nuestra iglesia, hasta que los paramilitares encerraron a un grupo de mujeres y niños y los mataron a todos. Nuestras montañas, hasta que nos expulsaron para poder cultivar hoja de coca… la impermanencia parecía ser lo único realmente colombiano.

Entre todo esto, recuerdo la reacción de los alemanes al final de la Segunda Guerra Mundial. Una vez las tropas aliadas descubrieron el alcance de las políticas de eugenesia de los nazis, los cuerpos amontonados en los campos de concentración, los tatuajes de quienes sobrevivieron a Auschwitz, las estrellas en las camisas de rallas de tantos, las sinagogas quemadas, las cajas de anillos de matrimonio de quienes ya eran polvo, nunca más quisieron volver a hablar de esto.

Inclusive hoy, en Alemania no se toca el tema. Claro, los niños aprenden sobre Hitler en el colegio, pero cuando preguntan en sus casas si sus antepasados participaron en el Holocausto, se encuentran con un silencio sepulcral. Quizás esto tenga algo que ver con el crecimiento alarmante de grupos fascistas, racistas, xenófobos, y antisemitas en Europa. Y esto está pasando hoy, 80 años después de la invasión de Normandía y del suicido de Adolf Hitler.

No quisiera que lo mismo nos pasara en Colombia. Por supuesto, conservando las dimensiones y sabiendo que la comparación de diferentes conflictos es contraproducente (porque cada conflicto merece ser explorado por sí solo y sin compararlo con un dolor ajeno). Pero no quisiera que, en tres generaciones, no se pueda conversar sobre un conflicto que, de una manera u otra, nos ha tocado a todos.

¿De qué sirve tener memoria histórica? Es muchísimo más fácil vivir en el presente, tomar las realidades de la violencia contemporánea como simplemente eso, sin meterle mucha cabeza al camino recorrido, a cómo llegamos a donde estamos.

Como historiadora, como periodista, como colombiana, como mujer, y como ciudadana con voz y voto me pregunto si alguna vez podremos entender que las mismas violencias que ejercemos en contra de quienes no piensan como nosotros, son las mismas violencias por las que sufrieron nuestros abuelos, bisabuelos. Porque, al violentarme con la palabra, al denigrarme por mi género, por mi manera de hablar, por las reflexiones que comparto desde mi experiencia, estas personas están haciendo lo mismo que tanto denuncian. Claro que estamos en una sociedad violenta, gracias a las disidencias, al ELN, al Clan del Golfo, al estado, al fallido acuerdo de paz. Pero también gracias a ciudadanos comunes, como usted y como yo, que han vivido tantos años acechados por la violencia que asumen estas conductas como propias cuando se les da la oportunidad. Qué lástima.

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