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Cuando mi abuela olvidó lo que era

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Veo a mi abuela caminar por toda la sala; da vueltas buscando un anillo del que lleva hablando cinco minutos. Nadie sabe de cuál se trata. Ninguno de nosotros lo conoce ni lo ha visto en la casa, pero eso no nos genera estrés porque sabemos que dentro de otros cinco minutos se le habrá olvidado lo que estaba buscando. Mi abuela tiene Alzheimer y repite esta rutina casi a diario, a veces con su pijama, otras con sus hijos o con su propia casa.

La mujer que llegué a conocer y aceptar durante mi infancia era callada y distante a mí, no obstante sabía que me quería; me lo demostraba silenciosamente cuando me daba una palmada en el hombro o cuando se preocupaba por si me había duchado o no. Durante mucho tiempo la vi despertarse temprano para regar las plantas y hacer aseo, también para volcar todo su amor maternal en sus hijos hombres y recordar con meticulosidad cada detalle importante de la vida social familiar, esto hasta que un día la vida se volvió más monótona y empezamos a asociarlo a su inesperado desinterés en las cosas que antes amaba.

Pensamos que la solución era despegarla de las novelas, obligarla a hacer uno que otro sudoku y hacerle preguntas sobre su pasado, lo que desayunó en la semana o cuáles eran sus pasiones. Pensamos que era cuestión de desaperezarle la mente, pero con el paso del tiempo olvidó que amaba las plantas, y el orden, la rutina y la comida. Fue cuestión de una semana para que su médico le diagnosticara Alzheimer y de unos días más para que tuviese que concentrarse por varios minutos para recordar mi nombre.

Nunca me senté a apreciar mi memoria hasta que vi cómo, poco a poco, mi abuela perdía la suya. El Alzheimer es una enfermedad cruel no solo para quien la padece sino para quienes la rodean, porque cuando empiezas a olvidar tu historia, también, de alguna forma, olvidas tu identidad. ¿Cómo se le explica a alguien quién es y quién ha sido? ¿Cómo formarse en tener tacto y paciencia, amor y resistencia para ver cómo poco a poco tu ser querido se pierde en sus pensamientos? Ya no la corrijo cuando se equivoca con mi nombre, tampoco cuando olvida que soy su nieta; ahora me presento de nuevo cada día como si fuéramos dos extrañas que por un día comparten con amor la vida; le converso sobre sus gustos, que cambian dependiendo la hora del día, y sobre su pasado, del cual crea una nueva versión cada que puede.

Desde que llegó la enfermedad, le cuesta caminar sin ayuda o acordarse de las frases que acaba de articular. Sus comportamientos, que alguna vez fueron estructurados, son cada día más rebeldes y su relación con la comida cada vez más compleja. Su cerebro tomó todas estas decisiones intempestivamente, pero incluyó otra más que nos sorprendió a todos: empezó a hablar mucho más. Si bien hay días donde vuelve a ser la mujer callada de antes, ahora tiene algo que conversar, alguna historia que contar, alguna opinión que dar.

Sus emociones se volvieron verbales, también sus molestias y alegrías; si la visito un día como hoy, seguramente no sabrá quién soy, pero sí se acordará de agradecerme mi presencia y darme la bendición. No sabe que soy su nieta, pero sí que se siente bien estar acompañada y tener a alguien con quien rezar el rosario lo que, por nada del mundo, olvida. Al inicio de este proceso, el ego nos atacó a todos los miembros de la familia con el afán de que pudiera pronunciar nuestros nombres, de que nos reconociera; hoy, meses después de su diagnóstico, logramos hacer las paces con el hecho de que en su cabeza ocasionalmente dejamos de existir y que eso está bien, que lo único que importa es que dentro del laberinto que vive en su mente, ella esté en paz; que viva con tanta tranquilidad que experimente estos días, meses o años que quedan la felicidad.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/mariana-mora/

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