Como paid marketing se conoce el oficio de vender productos en un motor de búsqueda (casi siempre Google). Es un método poderosísimo de ventas, pues se le ofrecen productos a quién está interesado en ellos: el usuario ingresa un término de búsqueda, y se disparan los anuncios que el algoritmo encuentra relevantes.
La idoneidad del usuario también puede ser identificada mediante las cookies, que permiten a una empresa detectar alguna acción realizada por él. Si una empresa vende arreglos florales y pauta en Facebook, puede saber qué usuarios han buscado o interactuado con contenido similar, y los anuncios de los floreros se muestran a esta audiencia, por lo que tienen mayores probabilidades de vender. Hasta aquí, todo bien.
El problema es que el mundo está dando la transición hacia un Internet sin cookies. Y la responsabilidad es de Cambridge Analytica. Pero también de Facebook.
Cambridge Analytica, refundada y renombrada en Emerdata después del desastre de relaciones públicas que acaeció, es una empresa dedicada a la minería y análisis de datos, que, con la ayuda de sofisticadas técnicas, puede identificar rasgos o comportamientos en usuarios mediante la utilización de señales (tener una cookie de haber visitado una página de arreglos florales sería una señal).
Pero Cambridge Analytica no estaba vendiendo arreglos florales. Trabajó con las campañas presidenciales de Donald Trump y Mauricio Macri, así como también estuvo implicada en la campaña Leave del Brexit. Obtuvo información personal de usuarios de Facebook, de forma ilegal y en contra de las reglas de la propia red social. Pero años pasaron y el gigante de Zuckerberg decidió no hacer nada… hasta que diarios internacionales revelaron el escándalo y el mismo fundador de Facebook fue interrogado por el parlamento británico.
Entonces, ¿por qué Zuckerberg dañó el Internet?
Primero, porque su aplicación depende desesperadamente de que los usuarios pasen tiempo allí. Así lo relató hace poco Frances Haugen, quien fue ejecutiva de la empresa, y vio de primera mano cómo se ajustaba el algoritmo para que la gente pasara más y más tiempo en la app. Primero fueron los likes (pequeñas descargas de dopamina que te enganchan). Luego la introducción de las otras reacciones (me encanta, me enoja, me divierte, me entristece) permiten hacer análisis más detallados de lo atractivo que resulte un contenido para un usuario. Luego, el feed fue diseñado para que no terminara, absorbiendo y enganchando a los usuarios. Al final, el resultado es que Facebook muestra lo que más retiene atención, que suelen ser contenidos que apelan a la rabia y el miedo… tan poderosos como la foto de un cachorro o un bebé. De esta forma, si alguien en su historia de navegación mostraba interés en el supremacismo blanco, en su feed le proponían más contenidos de ese estilo. Quien era algo racista, tenía más racismo en su computadora. Quien era machista, más machismo. Y los interesados en teorías de conspiración ya contaban con un banquete de fake news que les proponía la red social más prestigiosa del planeta.
Una vez Facebook comenzó a transitar esta senda, su descenso al inframundo se aceleró. La negligencia frente a los contenidos de Cambridge Analytica era síntoma de la necesidad que tiene la empresa de obtener ingresos de este tipo de anunciantes. Por eso Facebook se convirtió en el arma con el que Rusia perpetró el crimen maestro de la guerra híbrida: “hackear” las elecciones norteamericanas.
Por fuera de la política, los pequeños negocios pagaron los platos rotos. Una vez conocido el escándalo de Cambridge Analytica, en la Unión Europea se tramitó el Reglamento General de Protección de Datos, o GDPR por su sigla en inglés.
El GDPR obliga a todas las empresas que manejan datos de usuarios a proteger esta información y a pedir el consentimiento del usuario para esto, que no es un paso menor, pues ese click que das a un formulario al ingresar a cualquier página es antecedido por el trabajo de un abogado que cobra generosamente por su asesoría. Este costo puede ser oneroso para muchos negocios que dependen de Internet.
La mala fama en la que cayeron las cookies ha hecho que Facebook haya prescindido de ellas, y que Google esté en el proceso de pasar a un mundo post-cookies.
Para los pequeños negocios en Facebook la situación se ha tornado dramática. La eficacia de los anuncios es mucho menor. Ya los pasteleros no pueden mostrar únicamente sus anuncios a personas interesadas en pasteles, ni los ebanistas a posibles compradores de muebles. El retorno por unidad invertida es mucho menor, y para los anunciantes que dependen de vender en la plataforma, esto puede comprometer el futuro del negocio.
¿Y Mark? Muy bien. No importa que el grupo Meta haya sufrido la mayor pérdida de valor accionario de la historia: sigue siendo de los hombres más ricos del mundo, se sigue lucrando de la desinformación de nacionalistas y antivacunas, y no tiene que vender un solo pastel para salir adelante.