Cuando el miedo gobierna

En Colombia, el miedo no es solo una emoción individual: es una atmósfera colectiva que condiciona la vida cotidiana, moldea las decisiones públicas y debilita la cohesión social. No es el miedo abstracto de las encuestas; es el que se cuela en la rutina: en la forma en que los ciudadanos transitan la ciudad, en el silencio que se impone en ciertos territorios, en la desconfianza con la que se percibe a la institucionalidad.

Este miedo opera de manera silenciosa, pero sostenida. Paraliza la denuncia, distorsiona la percepción del riesgo, favorece la estigmatización y refuerza las barreras sociales. Y, sobre todo, debilita el vínculo entre el ciudadano y el Estado. Porque cuando la gente no confía en que las instituciones la van a proteger, busca formas alternativas de protección o simplemente se retrae, se aísla, se adapta. Se acostumbra.

Ahí es donde la desconfianza institucional deja de ser un indicador de opinión y se convierte en un problema estructural de seguridad. La ausencia de respuestas eficaces, la lentitud de la justicia, la incapacidad de prevenir, proteger o reparar, erosionan la idea de autoridad legítima. La consecuencia no es solo el debilitamiento del Estado: es el deterioro de los mecanismos de convivencia. Si los conflictos no se tramitan por vías institucionales, los ciudadanos recurren a las vías de hecho. Si el ciudadano no cree en el juez o en el fiscal, terminará confiando en el actor armado, el combo o la regla informal.

La convivencia es una de las principales víctimas de esta desconfianza. En un contexto donde la amenaza parece permanente y la protección institucional intermitente, se rompen los lazos comunitarios, se multiplican los estigmas y se endurecen las formas de relación social. El miedo no solo produce silencio: produce distancia, prejuicio y fragmentación.

Y esto no es solo un problema de seguridad ciudadana. Es un riesgo para la democracia. Una sociedad con miedo tiende a replegarse, a renunciar a la deliberación y a aceptar formas de gobierno que prometen orden a cualquier costo. La democracia requiere confianza: en el otro, en las reglas, en las instituciones. Sin ella, el miedo ocupa su lugar.

Recuperar la confianza es, entonces, un objetivo de primer orden. Pero no se logra solo con discursos. Requiere resultados tangibles, presencia estatal efectiva, instituciones accesibles y una narrativa política que convoque a la esperanza. Gobernar la seguridad no es gestionar el miedo: es desactivarlo. Y eso empieza por reconocer que, en demasiados lugares del país, el miedo gobierna.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/cesar-herrera-de-la-hoz/

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