Cuando ciertas mañanitas no me pueda ni vestir
Deshojando margaritas que nunca dicen que si
Cuando agonicen las flores y los pájaros padezcan mal de amores
No olvides guardar un último vals para mí
Un último vals, Joaquín Sabina.
Llegar a la cúspide después de una trayectoria vital cargada de éxitos y también fracasos debe propiciar una serie de condiciones y reflexiones de un alto grado de confrontación con nosotros mismos y el mundo que habitamos. Haber alcanzado la cima otorga la gratificación de haberse cumplido a uno y a los otros, y para un artista, que tiene un alcance de mayor impacto que quienes vivimos vidas corrientes, esta etapa debe tener aún mayor trascendencia. Pero, luego del jubileo, hay que afrontar de buena o mala manera que, si bien se llegó hasta aquel punto, es preciso emprender con entereza la cuesta abajo antes de que los males de altura hagan sus destrozos, tal vez irreparables.
Hay maneras de irse, de decir adiós. Hay quienes saben hacerlo con decoro y burlándose un tanto de la gloria y de sí mismos, despidiéndose con un último jolgorio. Y son esos, los que optan por las buenas despedidas, las que ocurren en el momento oportuno, quienes mejor conservan su legado, adquiriendo un halo de grandeza pétreo y escribiendo su nombre en tinta indeleble en la memoria de los suyos, donde siempre permanecerán vigentes.
El pasado miércoles, en Bogotá, Joaquín Sabina tuvo su último vals en Colombia ante un Movistar Arena pletórico, que cumplió con el artista la cita para la despedida. Más de cincuenta años de vida pública llegan a su fin con la gira Hola y Adiós, con la que recorrerá las principales ciudades de América y su natal España. En esta gira, el artista repasa, en un show de más de dos horas, los mayores éxitos de su carrera. Tuve el enorme privilegio de ver en vivo, por primera y última vez, a uno de los artistas vertebrales de mi vida.
Escuché a Sabina temprano, tendría unos doce años. De allí en adelante me sumergí en la obra del hombre de voz ronca y bombín que me desconcertó con sus letras, que para entonces repetía muchas veces sin saber qué carajo significaban realmente. Habitar su obra es entender que no hay en ella letras o melodías edulcoradas y fácilmente tarareables, porque las suyas, antes de ser un hit, son poemas escritos en cuadernos raídos que el poeta plasmó cuidadosamente, curando la métrica y el ritmo en un momento de soledad, abandono, desamor o en sus esporádicos coqueteos con la muerte.
Con setenta y seis años bien vividos, a Sabina se le ve cansado. Es evidente cómo el paso de los años ha hecho sus estragos. Sus mejores días se han ido a quedar donde habita el olvido, pero con la noche bogotana como telón nos regaló a sus seguidores un último espectáculo lleno, a igual proporción, de alegría y melancolía. Como buen torero, afrontó la última de las corridas con entereza antes de cortarse la coleta. Ya poco queda de ese Don Juan, ese rockero irreverente, ese predicador del hedonismo que nunca quiso envejecer con dignidad. Sus palabras y reflexiones son más bien las del anciano lúcido, que ha adquirido esa sabiduría que solo llega con la proximidad de la muerte. Y eso lo asume y, de alguna forma, lo celebra.
Con el lights out y las venias, se despidió del público, y atrás quedaron ya las lágrimas de mármol. Sintiéndolo mucho, con esa sensación de vacío que dejan las despedidas y con la certeza de que, en ningún otro tiempo, en ningún otro espacio volvería a verlo, partí a casa meditando sobre esas ficciones que creamos de nuestros artistas predilectos. Los dotamos de cierta inmortalidad, tendemos a creerlos infalibles, a celebrarlos permanentemente y tratar con indulgencia sus múltiples contradicciones. Su fragilidad me sacudió su imagen omnipotente e imperecedera de su status, para entregarme la del hombre entrañable por quien empiezo a profesar más cariño que devoción. Cierto es que el fin de los escenarios no es la muerte de Joaquín. Con humildad, sabe que su voz ya está entregando sus últimos destellos, pero que esta se expresa aún con brío en los versos impecables a los que nos tiene acostumbrados, en la majestuosidad de sus pinturas y porque no, en una prosa diáfana que nos muestre una novedosa faceta de un hombre que aún vive para contarlo.
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