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Aquí he nombrado las razones que encontré para adoptar el movimiento como una forma de vida, pero no he hablado de las razones que evitaron que llegara a esto antes.

Una de esas razones era una carencia espiritual: haber creído que bastaba el pensamiento –como un todo– para entender la forma en la que acontece la vida, y que nada, nunca, iba a tener sentido. La vida era solo lo que se explicaba con la razón y quienes ponían de presente un sentido trascendente era porque no habían aún llegado a la madurez necesaria para vivir sin ningún sentido. Esa carencia la superé con el duelo.

Otra de las razones era pura pereza: de hacer espacio, del esfuerzo, del cambio, de intentarlo. Iniciar es tan difícil como poner freno a lo que nos hace mal, y la pereza puede llegar a calar tan profundo que ni nos damos cuenta de lo que sucede a nuestro alrededor.

Aunque estas razones eran suficiente para no llegar al movimiento, la que más pesaba era el dolor de mi cuerpo.

En la vida hay quienes aprenden a pasar por experiencias de dolores intensos y pasajeros, como un accidente, una fractura o una apendicitis, cuyos periodos de recuperación se miden en una fracción de tiempo. Otros, por el contrario, aprendemos a vivir con dolores constantes: los que no se van y que, sin importar su intensidad, recuerdan lo largas que son las horas e, incluso, la vida.

Entre mis catorce y mis veinticinco años tuve dolor crónico: un dolor punzante en la cadera que hacía sentir ajenas las piernas, una fatiga o falta de energía que se sentía de cara a la vida, y una respuesta física, dolorosa e inmediata a cualquier movimiento. Ese dolor era el recordatorio de los límites, de la dificultad, del esfuerzo y del silencio.

Hablo en pasado, no porque el dolor se haya ido en su totalidad –porque cada ciertos días vuelve–, sino porque llevo un año conociendo lo que es la vida sin el recordatorio constante del cuerpo. No ha sido gratuito: mantener bajos mis niveles de inflamación es un trabajo de todos los días. Y lo vale. Lo vale siempre.

Moverme sin pensar en las limitaciones que tenía mi cuerpo es un regalo. Moverme como regalo para mi cuerpo es la forma de honrarlo. Honrarlo es también recordar el dolor por el que ha pasado y mantener el propósito: entender que nada es permanente.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/valentina-arango/

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