Escuchar artículo

He perdido la cuenta con los años de todas las veces que me han hecho comentarios morbosos en la calle, de las veces que me han silbado, que se me han acercado hombres extraños a tal punto que me siento incómoda. La primera vez que me morbosearon en la calle tenía doce años. Estaba en un centro comercial con mi abuela porque mis papás todavía no me dejaban salir sola. Otra vez en un evento de un museo de Medellín un hombre me empezó a perseguir, diciéndome cosas que no voy a repetir por respeto a mis lectores. Yo tenía dieciséis años, y aunque ya me consideraba a mí misma feminista, me costó muchísimo decirle algo. Hasta que a la tercera vez que se me acercó le grité preguntándole si con esa boca tan fea le decía lo mismo a la mamá. La cuarta vez que se me acercó un hombre, me mostró una navaja que tenía escondida en la manga del buzo que tenía puesto.

También he visto cómo les pasa a las mujeres en mi vida. Mi mamá lo ignora y mis amigas también, aunque luego nos miramos entre nosotras y hacemos caras y gestos de asco. Nunca hablamos al respecto, no solo porque es incómodo que una persona desconocida nos diga este tipo de cosas, sino porque no queremos darle importancia. No queremos hablar del tema, porque hablarlo quiere decir que nos afectó. Y no queremos darle el placer a quienes nos acosan de saber que sus acciones sí tienen el efecto que buscan tener.

Ayer, justamente en el día internacional en conmemoración de los derechos de las mujeres, el 8M, una influenciadora que sigo en Instagram montó en sus historias un video de un hombre que la estaba acosando en las calles de Barranquilla. La había seguido en su carro mientras ella caminaba, y ya le había hecho varios comentarios asquerosos antes de que ella cogiera el celular y lo grabara. Mostró también cómo muchísimas mujeres le contestaron a esta historia, diciéndole que ellas habían sufrido exactamente lo mismo. Le contaron que el hombre contrata a mujeres “lindas” en su empresa y las acosa en la oficina y en viajes laborales.

Desde hace mucho tiempo me he preguntado por qué no hablamos de esto. ¿Por qué no decimos exactamente lo que sentimos, cómo se nos paran los pelos en el cuello, cuando sufrimos acoso callejero? Sí, es incómodo. Porque más allá del tabú que existe sobre el sexo, hay tabú sobre una mujer que haga bulla. Esta es la intersección donde se cruzan nuestra aberración por hablar de sexo y abuso, y nuestro horror por las mujeres “problemáticas.”

Entonces, decidí contarles exactamente lo que se siente ser acosada en la calle. Primero, cuando ves que un hombre se te aproxima, sientes miedo. Y no es cada hombre, pero hay una manera en la cual se acercan, que te hace identificar de inmediato a lo que van. En mi caso, pienso en las veces que mis papás me dijeron que no hablara con extraños y en cuánta razón tenían. Pienso en los casos de feminicidio, en si tengo compartida la ubicación del celular con mis amigas. Aunque ahora vivo en Edimburgo, una ciudad donde me siento completamente segura, estos instintos casi primarios siguen ahí, latentes.

Cuando empiezan los comentarios, saco el celular y hago como si no los escuchara. Porque ante palabras necias, oídos sordos, me decían mis abuelos. Porque no quiero darles ni una mirada de reconocimiento a los comentarios que reducen mi valor a algo tan simple como mi cuerpo. Si te empiezan a perseguir sientes un hueco en el estómago, y empiezas a pensar en el lugar más cercano donde puedas entrar, pero después te acuerdas del caso de esa mujer en Estados Unidos que violaron en un tren y nadie hizo nada. No está garantizado que la gente te vaya a proteger.

No puedes ir a tu casa porque no quieres que sepa dónde vives. No puede ser la casa de un amigo tampoco, ni un lugar muy cercano a la universidad porque no quieres que tengan pistas sobre quién eres. Piensas que prefieres estar acosada que muerta, entonces se te pasan las ganas de decirles algo. La imagen de la navaja se te quedó plasmada en la consciencia para siempre.

Cuando finalmente se va, lo primero que sientes es descanso. Lo lograste, te librarte de una persona que sentías, desde el fondo del estómago, que era una amenaza. Pero después empieza la rabia. Debiste haberle dicho algo. “Soy muy mala feminista por no ser capaz de pararme en la cabeza para defenderme de palabras humillantes.” “Ojalá hubiera gritado, alertando a quienes estaban a mi alrededor sobre lo que estaba pasando.” “Más importante, debiste demostrarle a las mujeres que no tenemos por qué aguantarnos eso.” Entonces, aunque fuiste tú la acosada, aunque los comentarios eran ataques hacia ti, terminas sintiendo rabia no con el agresor, sino conmigo misma.

Y así es. Una crónica simple del día a día, una experiencia universal que creo nos conecta a todas las mujeres. Y a muchas niñas. Porque sabemos que la violencia de género son una pirámide, donde el acoso callejero lleva a la objetivación, a la vulnerabilidad psicológica, a la violación, y al asesinato. También sabemos que no todos los hombres son malos, pero aquí pregunto, ¿cuántos de los hombres que conocen se ríen de chistes machistas? ¿Cuántos ningunean a las mujeres? ¿Cuántos se aproximan a una mujer de manera sugestiva en la discoteca? ¿Cuántos tocan a una mujer sin su consentimiento cuando están enrumbados? Y ¿cuántos nos silban? ¿Nos morbosean? Eso sí es acoso, y tenemos que hablar de eso. Sin tapujos ni penas. Más pena le debería dar a ellos.

Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/salome-beyer/

4.9/5 - (13 votos)

Compartir

Te podría interesar