Hace nueve meses nació mi hija en circunstancias complicadas. Empecé a vivir con un nuevo calendario: los meses que cumple. Vivo en un balance imposible entre sus rutinas, sus necesidades y las mías. En la maternidad todo ocurre al mismo tiempo y en diferentes tiempos. La vida de un recién nacido que apenas comienza se funde en la de un adulto que mira con nostalgia el pasado. Es lo que llaman criar, educar.
Yo le llamo vivir.
Ya tiene dos placas blancas en la encía. Vienen los primeros dientes. Entonces pensé en lo doloroso que es crecer y adaptarse. Treinta y cinco años después sigo sintiéndome, en algunas ocasiones, como un bicho fosforescente en medio de una noche oscura llena de libélulas. ¿Acaso alguien no ha sentido jamás esa sensación angustiante de no pertenecer?
“La vida es algo que nos plantan delante como un cuerpo extraño que, por ahora, hay que aceptar y entender. Sólo más tarde podremos vivirla y descubrir su verdad”, escribió la autora turca Tezer Özlü en su novela Las frías noches de la infancia, refiriéndose a esa etapa misteriosa que es la niñez en donde todo es tan nuevo e incomprensible. La vida me parece una infancia eterna por no comprender tantas cosas que, de niña, creía que pronto iba a saber.
Aún no las sé.
A veces siento angustia por el mundo al que traje a Agustina, y al mismo tiempo su carita es el símbolo de la fuerza que me habita y su mirada dulce es lo opuesto al sentimiento que me invade. Es esperanza. Es determinación.
“Espera y verás”, dicen quienes tienen hijos más grandes. Como si eso pudiera salvarme de lo inevitable. Que todavía no sé lo que me espera. ¿Y cómo? Si el futuro no lo conoce nadie. ¿Qué es eso que anticipan los padres de niños mayores, de adolescentes, de adultos incluso?
¿Acaso de la vida se puede esperar alguna certeza, alguna claridad? Planear y creer que tenemos algún control es una ilusión que nos contamos para soportar la incertidumbre. Es una ficción.
Supongo que la experiencia sirve para contar la historia de uno como si fuera la de todos. Para escuchar en otros la propia voz. Justo esta semana terminé de leer Solito, de Javier Zamora, un salvadoreño que cruzó el desierto de Sonora cuando tenía nueve años para encontrarse con sus padres inmigrantes en Estados Unidos. Su testimonio es el de miles de personas que han cruzado la frontera más peligrosa del mundo. Para hacerlo tuvo que abandonarse a lo que fuera que le deparara esa travesía mortal con la ilusión de volver a ver sus padres; y para reconstruirla y sanar el trauma que le dejó, la narró en primera persona, con su voz y su estilo propios. Sin embargo, Zamora también creó una oda del migrante, una polifonía de esos hombres, mujeres y niños desesperados que ponen en riesgo su vida en busca de oportunidades. Ningún niño debería tener que pasar por algo así. Pero lo seguirán haciendo.
Tal vez su libro no pueda salvar a muchos, pero sí nos abre los ojos a otros. Escribí esta columna para recordarme que crecer es estar vivo. Y que la vida está llena de momentos inadvertidos que hacen que la infancia sea un lugar inhóspito y peligroso, pero también la posibilidad de darle un sentido a la existencia, la oportunidad de contar historias para trascender la propia. Y para que, de pronto, alguien, encuentre su propia salvación.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/amalia-uribe/