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Conversar es un placer complejo. Para darse necesita de un diálogo con otro, es decir, requiere de otra persona que esté dispuesta a tener una conversación y, también, que ambas personas se atrevan — o intenten— a pensar. Esa es la parte más difícil. Creemos que tomarnos unos tragos con amigos y comentar las noticias de la semana o las anécdotas del día es una conversación. No lo es. El acto de conversar sobre el que escribo es una actividad más profunda y pausada. Puede ser tortuosa, agreste, incómoda, y a su vez enriquecedora y transformadora. Eso siempre.

Desde hace un tiempo me cuestiono sobre la necesidad de una conversación real y profunda y el porqué es cada vez más difícil lograrla. Conversar es un verbo escaso. Se hace cada vez más difícil porque todos andamos por la vida ondeando nuestras banderas de la verdad. “Es mi verdad”. Como si esa verdad no pudiera cuestionarse o no estuviera distorsionada por otros asuntos como la memoria, por ejemplo, por las emociones, por las experiencias, por la crianza que tuvimos, por la ciudad en la que vivimos, por el clima o por cualquier cosa. Es un afán muy peligroso el de querer imponer las creencias —que son distintas a las ideas—y el de sentenciar una supuesta conversación con la famosa frase cliché: cada opinión es respetable.

Cuando me detengo a oír conversaciones sin intervenir en ellas lo que escucho son discusiones, frases de cajón sin sentido, discursos gastados, libretos aprendidos y retrógrados que probablemente los escucharon de algún abuelo o bisabuelo. Es como si nadie se cuestionara realmente lo que dice, como si las personas vivieran en una desconexión profunda con lo que son, lo que hacen y lo que piensan y, también, como si el lenguaje y su riqueza —sea cual sea el que hablen— no fuera parte de ellos. Y no, no todas las opiniones son respetables, y por eso mismo es tan urgente y necesario conversar en serio. Y no todo el mundo piensa. Algunas personas ni siquiera se han preguntado lo fundamental de su existencia, no se han atrevido nunca a desafiar una norma, ni a se han detenido por un instante a pensar si la vida que llevan es la que quieren o si simplemente están siguiendo el guion que corresponde según la sociedad a la que pertenecen. Si no hay una conversación ni siquiera con uno mismo, no la habrá con otra persona.

También me encuentro muchas veces en discusiones que no producen nada, ni un cambio mínimo en el pensamiento, porque lo único que en ellas se destaca es una suma de juicios, una algarabía de imposiciones morales, de mandatos demagógicos, de frases ridículas y vulgares, de chistes malos y ofensivos, de sentencias sobre los demás que solo refuerzan estereotipos. No hay análisis, no hay diálogo. Únicamente monólogos de cada participante en la supuesta conversación.

Me parece frustrante y triste, porque lo único que necesitamos para conversar con alguien es querer hacerlo. La conversación no requiere jerarquías, ni grados de consanguinidad o de afinidad. No hay que ser cercano o íntimo amigo de alguien para sentarse y compartir ideas y reflexiones. Es una acción básica que va más allá de la sobrevalorada socialización. Conversar no necesita de normas ni protocolos, y tampoco de un vínculo perpetuo. Una conversación no exige salones decorados, mesas impecables, comida exquisita ni trajes elegantes. Su belleza radica precisamente en la improvisación, en su espontaneidad inadvertida. Conversar es la posibilidad de entrar y salir de la existencia de otros sin el daño inevitable de una relación a largo plazo. Es experimentar la fantasía de contar y oír historias por puro placer.  

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