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En la tradición cultural judeocristiana, de la que para bien o para mal hacemos parte, quienes habitamos este hemisferio del planeta, incluidos los agnósticos, se encuentra muy presente una creencia teloelógica sobre la que se han construido nuestras sociedades. Una concepción determinista sobre el futuro y por supuesto sobre nuestro lugar en él.
Con el invento moderno, del tal “libre albedrío”, pasamos de creer que siendo buenos cristianos llegaríamos al reino de los cielos, a aferrarnos a la creencia de que nosotros mismos labramos nuestro destino. Así, con la llegada de la modernidad, en buena medida reemplazamos las nociones de ‘paraíso’ y de ‘tierra prometida’ por las de progreso y desarrollo. En el fondo, ambas nociones comparten el mismo supuesto: una relación de causalidad entre el presente vivido y el futuro muchas veces fantaseado. Si te va mal es porque algo hiciste mal o dejaste de hacer. Si te va bien es porque lo mereces.
Esto nos ha servido para dar un sentido (o varios) a lo que, de suyo, no lo tiene y así poder sobrevivir al absurdo implícito en el azar y la contingencia. Preferimos armar un relato sobre lo que nos sucede, en el que podemos ser víctimas o protagonistas. En el pasado eras pecador y ahora el asunto, supuestamente, es que no te esfuerzas lo suficiente o no tienes talento. En todo caso, si fracasas y te quedas por fuera de la tierra prometida, tendrás una explicación que, te guste o no, es la representación de la manera en que cada quien elabora lo vivido.
Es difícil, casi imposible, desprenderse por completo de estas creencias y, por supuesto, la religión del emprendedurismo, tan en boga en nuestros días, no ayuda mucho. No importa cuantas veces fracases, te dicen, si corriges tus errores y te esfuerzas lo suficiente, tendrás tu premio, tu boleto a la tierra prometida. Un espejismo. Una falsa promesa que oculta una tragedia: a veces, no importa cuanto te esfuerces, o si actúas bien o mal; simplemente el mundo es como es y tal vez nunca tendrás tu recompensa. Y esto pocas personas te lo dicen.
Subestimamos el azar y la contingencia que están allí repartiendo los boletos de la tierra prometida y preferimos ignorar que son estos mismos, el azar y la contingencia, los que nos tienen con vida. Anhelamos un futuro mejor para nosotros y para los nuestros. Incluso los más altruistas terminan soñando por los demás. En el fondo, muchos de nosotros, incluso los agnósticos, terminamos fantaseando con nuestra propia tierra prometida, lo que muchas veces nos lleva por un camino doloroso.
Pensé en esto al ver un video, la semana pasada, en el que un personaje de la élite bogotana se grababa en modo selfie mientras conducía un vehículo, no sabemos si obtenido con esfuerzo o por la mediación del azar de haber nacido en un lugar y un momento específicos. Se le ve frustrado. Hace el gesto de la indignación del privilegiado. Se despacha en una diatriba contra la alcaldesa a quien culpa del trancón en el que está metido.
Un trancón, ese es su motivo de indignación. Pero vale decir que no es solo suyo. Como él, muchas personas se quejan a diario de la congestión. Por lo general, culpan al gobierno de turno por no hacer lo que debe. Incluso, culpan a los demás actores viales, ciclistas, motociclistas, peatones y demás, pero muy pocos reconocen que son ellos mismos los protagonistas de la congestión.
Un tipo montado en un vehículo, ocupando, él solo, el espacio de otras tres o cuatro personas, culpando a la alcaldesa por hacer, lo que según él es, un carril segregado para bicicletas (ciclorruta) “mal planeado”. El argumento que vincula la congestión a los carriles segregados es popular, pero tiene bastantes debilidades: primero, el trancón ya existía antes del carril segregado; segundo, supone mala planeación sin una evaluación técnica que soporte su juicio a priori; tercero, supone que es posible una Bogotá sin congestión.
Precisamente, esto último, es lo que más me llama la atención, dado el modelo de ciudad que trae implícito. Como si fuera posible una metrópoli de más de 10 millones de habitantes sin congestión. Que alguien le diga que el mundo es como es y que la congestión es un problema global que llegó para quedarse. Que alguien le diga que, esta vez, el azar no jugará a su favor y que la promesa de impunidad al hacer un uso ineficiente del espacio público ya no se cumplirá. Y que por más que nos esforcemos, y así se hiciera realidad la distopía de concreto con la que muchos de ellos fantasean, la cosa tenderá a peor. Nada que hacer. Esa tierra prometida ya nunca será.
Todo parece indicar que el parque automotor seguirá creciendo y con él la congestión. Así que nos enfrentamos a un dilema: aceptamos los costos de la congestión que nosotros mismos generamos y dejamos de fantasear con un mundo que no es posible, o buscamos alternativas a la congestión, en nuestros viajes diarios, aceptando, eso sí, que también traen implícitos otros costos en materia de confort.
El problema es que Bogotá se quedó muy corta en alternativas. El agotamiento del modelo de ciudad en la que el carro es el rey nos agarró con muy poca infraestructura de transporte público. Si durante los últimos 20 años, los gobiernos hubiesen construido la infraestructura planeada, tendríamos 24 troncales de transporte público. Sí, tendríamos trancón, tal vez un poco menos, pero igual tendríamos trancón; pero también tendríamos más alternativas para decidir cuáles costos estaríamos dispuestos a asumir en nuestros viajes diarios. ¿tiempo, dinero, confort?
Eso sí, no lo olviden, la tierra prometida nunca llegará.