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Suelo no hablar de virtudes humanas en términos absolutos, es decir, como un valor irrefutable. Lo hago básicamente por tres razones. Primero, porque lo que para unos es virtud para otros pueden ser un defecto; segundo, y más aún, porque lo que un momento valoramos como virtud, en otros lo podemos considerar como defecto; y tercero, aunque más importante, la virtud es tan escasa como la libertad de la que es reflejo, pero este es un tema que amerita un espacio mayor.

Siendo así, tampoco suelo tipificar defectos de manera categórica: como todo signo o texto, todo defecto tiene su contexto. Aún con lo anterior, hay una manifestación personal o de la personalidad, que me da brega respetar y tengo que hacer mucho esfuerzo para tolerarla: la adulación. Me irrita y quienes la usan a menudo, los aduladores, me parecen sospechosos, desconfiables, y hasta un problema de orden público. Son, paradójicamente, sembradores de cizaña, doquiera que estén. Y una semilla inagotable de la misma.

Empecemos por caracterizar cómo proceden en ámbitos privados y organizacionales. Además de aduladores, son sumisos, obedientes, dóciles, genuflexos, etc., con quienes consideran que están en un posición económica o política (de poder) superior a la propia. Se prestan fácilmente para ser idiotas útiles de quienes adulan, ignorando o desestimando que cuando dejar de ser lo segundo (útiles), terminan en el baúl de los idiotas. Llegan, incluso, a dejarse pisotear su dignidad, con tal de ser estimados por aquellos que profesan admiración, no importa si es real o fingida.

Eso sí, exigen lo propio de sus subalternos o de quienes consideran que tienen un estatus inferior al suyo. Caso contrario, si no les volean incienso u osan cuestionarlos, son implacables con estos: se las montan como decimos coloquialmente. O me adulas o te aplasto; no hay términos medios.

Ah, y el culmen de su faena, que casi nunca es ingenua, es cuando sienten que ya están por encima de aquel o aquellos a quienes en principio adulaban por su estatus. Muestran toda su bajeza, descargando en ellos el peso sus años de sumisión, no importan si quien ya consideran inferior, en su momento los trató con consideración. No saben de gratitud ni de lealtad distinta a la que le tienen al poder y a quien de momento lo posee. Como dicen del tal diablo, “le pagan mal a quien bien les sirve”.

Son patrones de comportamiento que, salvo excepciones que confirman la regla, y que tal vez ni he visto, se repiten en todos los aduladores, con diferentes grados de sofisticación, algunas veces poco perceptibles, porque son actores y maestros de las buenas formas; son   smart y polite como pocos. Muchos tienen también capacidad de ser agradables y seductores, lo que dificulta aún más su descubrimiento.

Pese a todo, tiene otra característica peculiar, que permite identificarlos: no se solidarizan, genuinamente, con los éxitos y buenas nuevas de nadie, y menos con las de sus pares o subalternos, sea esta jerarquía explícita o no. Para decirlo más claro, son envidiosos.

¿Por qué digo que son, además, un problema de orden público? Porque viven de sembrar discordia y generar conflictos, por más que posen de conciliadores y asuman la posición de víctimas cuando se les descubre. Han interiorizado “el divide y reinarás”, que algunos consideran como un virtud política y pública.

No puede confundirse la adulación con el elogio. De hecho, me considero generoso en elogios: no soy adverso a ellos ni avaro con los mismos. Pero la diferencia es clara: el elogio casi siempre está dirigido a los hechos (actos o decisiones) o, incluso, a las personas, sin distingo de su rol social o estatus, que, al contrario, es el principal móvil de los aduladores.

Bueno, hecha esta descarnada caracterización de los aduladores, también es necesario matizar el tema, primero, porque dije que no era absolutista con las virtudes ni con los defectos, y, segundo, porque sería bastante reduccionista y desconsiderado acotar una humanidad a un rasgo de su personalidad, que, por demás, es bastante común y quizá todos tengamos una dosis del mismo, pues está muy ligado a nuestra ansiedad por el estatus y al esnobismo, que son búsquedas muy humanas, subsidiadas por nuestra necesidad más profunda, el reconocimiento, a la que el ego no para de susurrarle. Toda esa diatriba inicial a los aduladores tiene un propósito más loable y humano: advertir sobre sus características y modos operandi, para no caer en sus trampas, que las tienden, no porque sean malas personas, sino porque con su actuar, alentados por un exceso de ego y tal vez sin proponérselo, nos dañan el corazón, cuando, cándidamente, se los abrimos.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/pablo-munera/

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