En Colombia, cada día deteriora más el tono de la conversación y se arruga más el ceño frente al otro. Mientras más frecuentes sean las escenas de confrontación violenta —política y cotidiana—, más nos acercamos a un punto de no retorno. Porque más allá de la polarización, está el irrespeto.
Llegar tarde, una y otra vez, a un compromiso público es irrespeto. Traicionar la promesa de campaña es irrespeto. Desconocer las reglas de la democracia es irrespeto. Hablar borracho siendo jefe de Estado es irrespeto. Decir que la ética es una pendejada es irrespeto. Tratar a un subalterno a coscorrones es irrespeto. Obligar a alcaldes a entrar de rodillas a un ministerio para pedir recursos es irrespeto.
Aquí todos nos hemos irrespetado en algún momento. Esa reacción ha contaminado la convivencia diaria. Hoy los homicidios por problemas de convivencia en Colombia representan el 70 % del total. En Medellín, incluso, ya superan a los causados por estructuras criminales.
Tal vez el país no esté cansado de la polarización, sino del irrespeto al que lleva esa división, porque la línea se ha corrido tanto que ya parece normal llamar esclavista a quien no comparte una reforma laboral. Estamos tan cerca de la deshumanización del otro que hay quien mata al vecino porque su perro entró al patio equivocado.
Irrespetar es destruir al otro, a lo otro. Es volverlo invisible. Lo fundamental es el respeto. Es la base de la reconstrucción del país. La unión en la diferencia es respeto.
Las elecciones no serán entre extremos ideológicos; será entre la unión o la división. Unámonos en torno a lo fundamental. Necesitamos un presidente que inspire respeto desde la coherencia, que defienda el respeto por la vida como el valor supremo de una sociedad.
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