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Hoy es prácticamente inadmisible hablar bien de Bogotá o controvertir las versiones catastrofistas y apocalípticas de los comentaristas de ocasión. ¡Esquirol! Me han dicho varias veces cuando refuto esa idea de que “Bogotá está en su peor momento”. No lo está. Claudia López ha cometido muchos errores, pero está lejos de ser lo peor que le ha pasado a Bogotá en años. No se dejen meter ese cuento.
En las últimas semanas le escuche a dos concejales de Bogotá decir que “ser concejal puede ser algo muy frustrante”. ¿Frustrante? No me imagino qué expectativas tendrían como para que el rol que ejercen esté “muy” por debajo de ellas. ¿Frustrante? No me aguanté y a uno de ellos, a quien respeto y admiro, le dije, con tono de ironía, que conozco varias cosas muchísimo más frustrantes en la vida, como el que a uno la experiencia y los estudios no le alcancen para lo que a otros con mucho menos esfuerzo sí. ¿por qué? Aun no lo sé, porque además se supone que esa no “debe” ser la pregunta.
Esta frustración, no la mía personal, sino la compartida por los dos honorables personajes, no es un hecho aislado o una excepción: sí, la gente con privilegios siempre quiere más, y en el caso de los concejales, entiendo que puede ser muy difícil, para ellos, hacerse a la idea del verdadero alcance de la corporación o entender que por bien que se haga la labor siempre serán uno entre cuarenta y cinco. Al parecer les parece poco.
Cuando digo que no es un sentimiento exclusivo de ellos, es porque en general Bogotá es una ciudad marcada por la frustración, no solo de sus élites. En varios espacios he sostenido que tal vez los problemas más graves de Bogotá son el pesimismo y la frustración; que la ciudad está muy lejos de ser el paraíso (tampoco es sano pretender serlo) pero no es el desastre que nos repetimos a diario; que por estar lamentándonos de nuestras desgracias, perdemos el contexto.
Elaboramos un relato alrededor del fracaso y lo alimentamos a diario. En la cabeza de mucha gente Bogotá sigue siendo la misma de los inicios de los noventas. Tal vez también por eso es tan rentable para algunos políticos, especialmente para los opositores de turno, promover mensajes apocalípticos. Llevo varios años escuchando que “Bogotá está invivible”. Eso sí, dependiendo de quién sea el alcalde, porque para algunos de ellos la ciudad va bien o mal dependiendo de si el alcalde les gusta o no.
Eso sí, el relato del fracaso es hegemónico y uno lo puede rastrear en todos los sectores políticos. Hablar mal de Bogotá es lo que está bien. Refutar con datos y argumentos ese discurso catastrofista, está mal. Bueno, también están los defensores de oficio de la alcaldesa para quienes Bogotá nunca había estado mejor. Unos por pesimistas y otros por optimistas, pero ambos por convenientes.
Durante las últimas semanas, precisamente, hemos visto el catastrofismo en todo su “esplendor”. En menos de quince días han parecido diez cadáveres en bolsas de basura en distintos lugares de la ciudad, y en lo que va corrido del año al menos otros diez. Esta particular y tenebrosa “modalidad” del fenómeno busca principalmente un efecto: enviar un mensaje. Las organizaciones criminales hacen lo posible para que la noticia llegue a oídos de sus competidores y de la sociedad. Un cadáver en una bolsa es una amenaza. Es una forma de propagar el terror.
Algunos han llegado a señalar que atravesamos por la peor crisis de seguridad que haya afrontado Bogotá, lo cual no es cierto. No quiero minimizar la gravedad del fenómeno de los cadáveres en bolsas pero tampoco quiero desconocer que después de treinta años, Bogotá pasó de tener más de 80 homicidios por cada 100 mil habitantes a acercarse a los 10. Esto fue precisamente lo que dijeron el presidente Gustavo Petro y la alcaldesa Claudia López en la rueda de prensa de la semana pasada. Y tienen razón.
Lo que el catastrofismo pierde de vista es que Bogotá lleva ya décadas avanzando contra la violencia homicida. Incluso mucho más que en otras ciudades. Lo que parece ser un repunte del sicariato es muchísimo más grave en otras ciudades. Mientras en Bogotá, el año pasado, se presentaron 6 casos de sicariato por cada 100 mil habitantes, en Cali fueron 36 y en Barranquilla 17.
Según la firma ‘futuros urbanos’, durante los últimos tres años, el fenómeno del sicariato casi que se ha duplicado en todo el país y representa casi dos terceras partes del total de homicidios. La excepción a la regla parece ser Medellín: la única de las grandes ciudades donde el sicariato viene disminuyendo ¿A qué se debe? Aquí hace falta una explicación satisfactoria ¿es mérito del gobierno de Quintero? ¿tiene que ver con las dinámicas propias del crimen organizado?
No estamos ante la peor crisis de seguridad de la historia de la ciudad. Ese momento, por ahora, quedó muy atrás, en los noventas. En las últimas décadas logramos ser una de las ciudades menos violentas del país y ese es un logro que no me cansaré de reconocer.
Las muertes violentas por riñas vienen cayendo aceleradamente: en 2019 se registraron 917 casos, mientras el año pasado fueron 406.
Nos enfrentamos, eso sí, a un reacomodamiento del crimen organizado en la ciudad al que debemos reaccionar con contundencia antes de que nos coja ventaja. Dadas las dimensiones y características del problema, se requieren mayores capacidades institucionales tanto del nivel nacional como distrital.
Dicho lo anterior, me ratifico. Bogotá no está en su peor momento