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Parecería que las últimas décadas de América Latina son las del estancamiento. Al menos en crecimiento económico, reducción de la desigualdad y consolidación de la democracia. Y a ese frustrante recorrido los votantes están respondiendo con apuestas, mezcla de cansancio y riesgo. En una serie de decisiones que ponen de manifiesto dos sentimientos: la frustración con la clase política y las políticas tradicionales y el aumento de la tolerancia al riesgo respecto a lo atípico de los personajes en quienes depositan sus expectativas. Una actitud colectiva de “¿qué es lo peor que podría pasar?”.
Explorando los datos históricos del Latinobarómetro encontramos pistas para sustentar lo que nos han sugerido los recientes resultados electorales y el discurso público en muchos países de la región. En 2020, por ejemplo, el 55,2% de los latinoamericanos apoyaban la democracia, una reducción del 64,2% que lo hacían en 1994. Pero, aunque el escepticismo respecto a nuestro sistema político tiene resonancias globales (de alguna u otra forma, la democracia está en retirada y crisis en casi todo Occidente), la percepción de estancamiento es un poco más específica de América Latina. De hecho, solo el 18,8% de los encuestados consideraban que su país estaba “progresando” en 2020, mientras que en 1997 lo hacía el 37,6%.
Quizá esa percepción de estancamiento sea un eco de la inconsistencia en algunos logros de política social, sumada a la constante dificultad de los políticos para apegarse a prácticas razonablemente transparentes. En Colombia, por aquello de los ejemplos que ilustran, los logros de lucha contra la pobreza de varias décadas de políticas sociales consistentes incluso en gobiernos ideológicamente dispares, se perdieron casi completamente en un año de pandemia. La recuperación de esos logros parece estar ocurriendo tan temprano como 2021, pero el ritmo es lento. En general, algo más de un tercio de la población del país sigue estando por debajo de la línea de pobreza. Y la fragilidad de los cambios logrados son fuentes constantes de profundo y entendible descontento en las personas.
La constante seguidilla de escándalos de corrupción política hacen todo menos ayudar y el hecho de que sea casi imposible pensar en algún político de alto nivel que no tenga al menos un proceso o acusación vinculada a corrupción en su campaña política o paso por el servicio público es bastante diciente para los mismos colombianos sobre el carácter y la dinámica de la política nacional.
Y en Argentina, de nuevo, por aquello de sumar ejemplos para encadenar argumentos, los ciclos inflacionarios han saboteado décadas del ya de por sí mediocre crecimiento económico. Los argentinos llevan cien años “a punto” de entrar en los niveles más altos de prosperidad económica, y aunque sus niveles de pobreza y desigualdad estén lejos de países como Colombia, Perú o Ecuador, la sensación de estar varados en el pantano de un país de renta media, azotados constantemente por los extraños experimentos económicos que adelantan sus gobernantes, es evidente motivo de indignación.
Este cansancio, que en ocasiones se expresa como rabia, aumenta la tolerancia al riesgo en las votaciones y quizá, da oportunidades que en otras circunstancias serían impensables en los conservadores países de América Latina para explorar aguas desconocidas. Las personas se preguntan ¿qué es lo peor que podría pasar? Y aunque pueda ser comprensible las razones de estos saltos experimentales, la verdad es que la respuesta a esta pregunta suele ser que, aunque no lo creamos posible, las cosas, efectivamente, siempre pueden empeorar.
Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-silva/