¡Avíspese!

Para escuchar leyendo: Yira yira,Carlos Gardel.

Colombia no es un país corrupto. Es un país donde la gente está cansada de fingir que no lo es. Esa es la verdad incómoda que nadie dice en voz alta porque todos, de alguna forma, estamos metidos en la coreografía. Nos indignamos con los escándalos grandes —la contratación amañada, el robo en el Ministerio, el alcalde que cobra el 10%— pero pasamos por alto las pequeñas trampas que sostenemos con una sonrisa.

Aquí nadie se baja del bus sin buscar la trampa. Si no hay tiquete, mejor. Si el primo trabaja en la Alcaldía, que pase la hoja de vida. Si en la fila hay alguien que cole, se le paga. Si el policía pide para el tinto, se le da. Si se equivocan con la devuelta, se calla y se sigue. El problema no es solo la corrupción institucional; es la ética líquida de todos los días. Un país donde se vuelve normal pasar por encima si se puede, donde ser “avispado” vale más que ser honesto. El culto al avispado, precisamente, que tan bien describiera el inigualable Juan Luís Mejía.

La corrupción se volvió un enemigo útil: abstracto, lejano, con cara de político ladrón, pero sin espejo. Nos permite indignarnos sin cambiarnos. Hablamos de “los corruptos” como si fueran una especie aparte, un grupo selecto que daña al país mientras nosotros —los “buenos ciudadanos”— luchamos contra el sistema. Pero si ese sistema existe, es porque lo toleramos, lo aplaudimos o lo usamos cuando nos conviene.

¿Quién le compra votos al concejal? ¿Quién paga por colarse en la fila? ¿Quién le da “una ayudita” al de la DIAN para que le baje la sanción? No se trata de relativizar el robo público ni de justificar a los que han saqueado el Estado, sino de entender que la corrupción no es solo una estructura: es también una cultura. Esa que le inculcan al niño con el sonsonete de “el vivo vive del bobo”, “malicia indígena” o “avíspese mijo”.

Y esa cultura tiene otra cara: el cansancio. Porque fingir rectitud es agotador. Porque el discurso del “nuevo país” se cae a pedazos cada vez que un político que prometía limpiar la casa termina barrido por los mismos vicios. Porque la gente ya no cree en el castigo, ni en la reforma, ni en la decencia como salida. Es más, la considera sinónimo de debilidad.

Entonces, ¿qué queda? El cinismo. La risa amarga. El “todos roban”. El “a mí qué me importa si yo también estoy jodido”, o ese oscuro “roba, pero hace”. Un país que normaliza el daño porque ya se acostumbró a vivir con él. Como si la corrupción fuera el clima: algo que simplemente toca soportar.

Pero no. La corrupción no es el clima. No cae del cielo. Se construye, se sostiene, se alimenta. Y eso significa que también puede desmontarse. No desde una cruzada moral ni desde un presidente con cara de salvador. Sino desde lo mínimo: decir no. No al soborno. No al favor por debajo. No al atajo. No a la costumbre de hacernos los bobos.

Puede sonar ingenuo, pero tal vez la verdadera revolución empiece ahí: en dejar de fingir que no somos parte del problema. Y en empezar a construir una sociedad donde la palabra “decente” deje de sonar a burla.

Ánimo.

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/santiago-henao-castro/

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