“Mi primo me dijo que hiciera campaña por Mengano para que él siguiera en el trabajo”. ¿Le ha pasado? Para muchos colombianos, este tipo de frases no son extrañas, sino parte de la vida cotidiana en época electoral. Detrás de ellas se esconde un sistema silencioso, aceptado y muchas veces invisibilizado: el clientelismo.
Una lógica perversa pero legal
El clientelismo consiste en el intercambio de favores políticos por apoyo electoral. A través de empleos, contratos o recursos públicos, un político asegura votos y lealtades. Aunque no siempre es ilegal, sus efectos son profundamente corruptos: debilita las instituciones, distorsiona las prioridades del Estado y perpetúa redes de poder personal. Opera dentro de una legalidad aparente, pero responde a una lógica perversa:
Para ganar elecciones se necesitan votos. Para conseguir votos, estructuras. Para mantener estructuras, puestos y contratos.
El Estado como botín
Así, los políticos se convierten en repartidores de cuotas, ubicando aliados que terminan sirviendo al padrino político más que al interés público. El clientelismo funciona como una red de intercambios políticos que atraviesa todo el aparato estatal.
Un congresista —especialmente si es afín al gobierno de turno— accede a cuotas en ministerios, superintendencias o direcciones técnicas gracias a acuerdos con el presidente o sus ministros. Pero no son solo los oficialistas: muchos gobiernos negocian también con congresistas de otras bancadas o sectores independientes para asegurar mayorías en el Congreso, repartiendo cargos y contratos a cambio de apoyo legislativo. Gobernadores y alcaldes, por su parte, manejan miles de empleos en el nivel regional, que asignan a sus aliados como parte de pactos políticos.
Cuotas, contratos y lealtades
Así se reparten cargos y contratos como fichas: “esta gerencia para ti, esta dirección para aquel, este contrato para quien me ayudó en campaña”. El resultado es que solo el 20% de los empleos públicos en Colombia se proveen por mérito; el resto se asigna de forma discrecional.
Y no se trata solo de puestos. También de contratos, convenios y partidas presupuestales. En muchos casos, al ubicar a alguien en un cargo, se espera mucho más que lealtad: se espera que devuelva el favor adjudicando contratos, pidiendo comisiones ilegales (coimas), financiando campañas o manipulando procesos administrativos en beneficio del político.
Una maquinaria aceitada
Esta relación se extiende a empresas que pagan sobornos para ser contratadas, o a contratistas que “aportan” a campañas esperando ser favorecidos más adelante.
Según la Contraloría General, el 70% del presupuesto público del país se ejecuta a través de contratación, y en muchos sectores hasta el 30% de los contratos se adjudican de forma directa, sin concurso real.
Improvisación institucional
Estos cargos no se asignan por mérito, sino por lealtad política. Se nombran personas sin preparación técnica para liderar áreas clave o se crean puestos sin funciones definidas. Esto deteriora la institucionalidad, favorece la improvisación y genera una alta rotación de funcionarios, que suelen permanecer en sus cargos solo mientras su padrino político conserve influencia.
Un informe de la Contraloría (2023) advirtió que en varias entidades territoriales más del 40% del personal contratado por prestación de servicios no tenía funciones específicas asignadas.
Un voto que cuesta caro
Esta cadena de favores, que comienza con un voto o un favor aparentemente inofensivo, perpetúa la ineficiencia, la improvisación y la desconfianza. Cuando el Estado no funciona, no importa cuántos impuestos paguemos: siempre parecerá que nada alcanza.
Combatir el clientelismo no es fácil, pero sí es posible. Comienza por informarse, reconocer sus formas y votar sin ataduras. A pesar de todo, aún hay personas que trabajan con ética en lo público. Vale la pena defenderlas.
Otros escritos de esta autora: https://noapto.co/daniela-serna/