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La noche del 19 de junio hubo fiesta en Bogotá. La ciudad puso presidente. Allí Gustavo Petro obtuvo unos 2.2 millones de votos, casi 800 mil más que Rodolfo Hernández; mientras que, en el resto del país, fue Hernández el que le sacó una ventaja a Petro de apenas poco más de 70 mil votos.
Es la segunda vez que un alcalde de Bogotá, elegido por voto popular llega a la presidencia de la República. El primero fue Andrés Pastrana (1998) quien también fue el primer alcalde elegido por voto popular en 1988. Desde entonces la Alcaldía de Bogotá, “el segundo cargo de elección popular más importante del país…”, ha sido vista por muchos aspirantes a la presidencia como un trampolín, o en su defecto como un premio de consolación. Petro es la segunda persona que utiliza con éxito el trampolín.
Esa noche, la del pasado domingo, mientras observaba el discurso de victoria de Petro, recordé las palabras que pronunció el 30 de octubre del 2011 tras resultar elegido como Alcalde Mayor. En esa ocasión, dijo muy poco sobre los temas de la ciudad porque se concentró en hablar sobre su concepción de lo que denominó “la política del amor”, e incluso sentenció: “Progresistas se transformará en un movimiento Nacional para construir una Colombia mucho más democrática”. Era el alcalde electo de Bogotá mirando hacia la presidencia.
Siete años después compitió por la presidencia por segunda vez; once años después, en su tercer intento, lo logró. Gracias a Bogotá, lo logró. Algo que podría parecer impensable. Petro fue un alcalde impopular. Elegido con un 30% de los votos, fue incapaz de lograr apoyos políticos y ciudadanos más allá de su propio movimiento y el índice de aprobación a su gestión rara vez superó el 35% durante su periodo.
Fue una alcaldía problemática e impopular, como lo han sido casi todas durante las últimas tres décadas; tal vez por eso mismo es que el trampolín no funciona tan fácilmente. El costo político de ser alcalde de Bogotá es muy alto, sin contar con el riesgo jurídico que persigue a quien haya sido gobierno. Por eso sorprende que Petro haya logrado el apoyo de casi un 60% de los votantes en la ciudad; aunque allí hay de todo: hay petristas convencidos y una buena cantidad de rechazo a Rodolfo Hernández. No todos esos 2.2 millones de votos bogotanos fueron depositados de buena gana.
Volvamos a la noche del 19 de junio. Un estallido de alegría. Un grito colectivo que llevaba varios años, décadas tal vez, ahogado, esperando salir libremente. El júbilo de una parte del país que solo hasta ahora se siente representada en el nuevo gobierno. Caravanas de carros pitando y gente bailando en las calles. “Así que esto es lo que se siente cuando ganas” dijeron varias personas en twitter.
Durante la campaña afloraron muchas emociones negativas. Odio, miedo, asco y en general una gran intolerancia. Hubo mucho juego sucio por parte de la campaña de Petro, o al menos de parte de algunos de sus más “comprometidos” simpatizantes, pero también el mismo Petro fue víctima de ataques rastreros. Fueron meses enteros de una espiral descendente cuyo ritmo fue marcado por operadores de información falsa de diversos orígenes. Me preocupa que nos estemos acercando a un punto de no retorno en el que las campañas normalicen el “correr la línea ética”.
Por eso me parece importante llamar la atención sobre las emociones positivas. Sabía que ganara quien ganara, yo estaría preocupado por los peligros que advertí en las dos opciones de segunda vuelta. Pero esta preocupación que me embarga, no me impide reconocer lo significativo de las manifestaciones espontáneas de felicidad que vimos esa noche del 19 de junio.
¿Gente feliz por un motivo político? Por un momento quise sentirme así. Y no me refiero a la alegría de ganar, como la del hincha que celebra el título de su equipo. No, esta era una emoción distinta. Era una alegría digna y llena de esperanza. Eran ojos aguados de sueños cumplidos y por cumplirse. Que bonito es tener una ilusión. Eran gritos de emoción en la sala de la casa. Eran abrazos entre familias y amigos. Me pareció conmovedor que, así fuera por un instante, la política, esa actividad que desgraciadamente amo, generara esta estética tan diferente a la que padecimos durante la campaña.
Estas personas siempre estuvieron allí. Desafortunadamente la guerra sucia las invisibilizó. A algunas de estas personas me las encontré en la calle entregando volantes como yo. Pudimos compartir un tinto callejero y entablar conversaciones espontáneas a pesar de estar en orillas distintas. Pensé en esas personas durante la noche del 19 de junio y por un momento alegré por ellas.
Gente que nunca estuvo de acuerdo con la guerra sucia, así viniera de sus propias filas. Gente a la que como a mí, les preocupa los alcances que puedan llegar a tener operadores políticos cuestionables como Roy Barreras y Armando Benedetti. Gente que incluso es consciente de las debilidades y defectos de Petro y que no lo idealizan. Votaron por él porque encarna unas causas y unos ideales en un momento concreto, pero que saben que éstas mismas no se agotan en un caudillo.
La causa de hacer la política de una manera distinta, basada en el respeto, un valor fundamental para el tipo de liberalismo en el que creo, tiene militantes en todas las orillas políticas. Son pocos, pero allí están. Los vamos a necesitar durante estos cuatro años. El juego sucio no se va a detener. No todo vale.