Para ellos, vecinos de Envigado, es el portero bonachón que durante más de veinte años ha cuidado aquella casa de oficinas en su barrio. Para nosotros, sus compañeros de oficina, es Juancho. Para todos, ha sido una persona alegre y simpática que nos recibe siempre con su saludo, que vive cada hora agradecido de estar vivo, de ayudar sin esperar algo a cambio y de poder regalar su sonrisa. Pero para ella, una joven egresada del colegio La Salle, es su zona segura.

Juan Hurtado Hernández cumplió 57 años hace un par de meses. Es un hombre alto, delgado y de piel morena. Aún le faltan unos cinco años para jubilarse. Su acento es una mezcla entre paisa y chocoano. Su tiempo de locución es generalmente lento y tiende a alargar la vocal acentuada. Su tono de voz es con frecuencia fuerte y seco, pero su sonrisa es cercana y auténtica. Hace por lo menos veintinueve años vive en el Valle de Aburrá, pues desde ese tiempo trabaja en la empresa. Su gran pasión es la lectura y siempre conserva un par de libros en su escritorio que recibe temporalmente prestados. No toma café, pero sí agua caliente. Le encanta la cerveza, y el aguacate es su fruta favorita, o por lo menos, es lo que le gusta que le regalemos de cumpleaños. Todos los diciembres visita a su mamá en Quibdó. En la oficina, a algunos nos llama señor, señora o señorita, a otros por su nombre, a otros por su apellido.

A ellos los veo todos los días. Son muchos. Quizá sean más de cien. Son en su mayoría adultos. Pasean sus perros, van al mercado, al cajero, o simplemente caminan para hacer ejercicio. Cada vez que espero en la portería escucho a Juancho conversar con ellos. Se han visto por años y se han vuelto amigos. Tal vez no sepan sus nombres, pero se saludan, conversan y se respetan. Tienen una amistad que no es íntima, pero que ha sido construida sobre pequeñas cosas trascendentes solo entre ellos. Hablan del clima, de la obra del Metroplús y sus efectos: la tala de árboles, el cierre parcial de las vías, el polvo y el ruido que genera; de la inseguridad, de sus perros y de nuestros gatos de la oficina.

A ella no la conozco. Solo sé que recientemente le dejó una carta a Juancho describiendo la importancia en su vida. No la firma con su nombre, pero por la carta sé que, desde séptimo grado, todas las tardes caminó de regreso a su casa pasando frente al lugar de trabajo de Juancho. Desde ese momento nunca le han faltado su saludo y su sonrisa que ella considera la más amable que ha conocido. 

Sus caminos se cruzaron hace varios años, un día en que Juancho decidió conversarle. Fue una primera conversación típica de extraños. Ninguno recuerda bien de qué hablaron hasta que Juancho le pidió disculpas por incomodarla y le explicó que el muchacho que la seguía había atracado a un par de personas en la zona y tenía la intención de robarla. Desde entonces, Juancho se ha vuelto su lugar seguro.

Juancho la ha visto crecer, la ha visto pasar con amigos, le ha conocido indirectamente sus novios. Le ha visto cambiar su estilo de vestir, ha conversado con ella en sus días buenos y en sus días malos. Su deseo para ella es su bienestar, independiente de cualquier beneficio para él. En su carta ella dice “Él seguramente no tiene idea de lo importante que ha sido, ni del hecho que, siendo tan ajeno y extraño, ha llegado a significar tanto. Tampoco conoce que, gracias a su existencia, tiene más sentido el habitar Envigado”.

Frecuentemente pensamos que Juancho está solo, alejado de nosotros, en su portería. Pero su soledad no es desolación. Es un espacio para ser esa persona buena, satisfecha consigo misma e imperturbable. Veo a Juancho como a una persona exenta de los vaivenes de la fortuna, rodeada de cariño y de cientos de amigos que ha conseguido en sus veintinueve años en su portería. Seguramente muchos amigos se han ido, pero cada amistad que ha construido ha sido una combinación única e imposible de replicar. Amistades genuinas que se han forjado libres de juicios y que han sido fundadas en lo que cada uno es. 

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