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Les pido paciencia para un par de líneas un poco esotéricas. He conocido, visto trabajar y trabajado con personas que, a pesar de todos los tercos prejuicios que tenemos respecto a los servidores públicos y los políticos electos, desempeñaron sus cargos de manera razonable, moderada y honesta. Me consta que existen e incluso, con atrevimiento, diría que son la mayoría de quienes ocupan cargos públicos, sobre todo los que lo hacen como carrera. Pero también he visto y conocido personas que se ven afligidas por un mal que hace carrera en algunos de nuestros políticos y que casi siempre es el responsable de los malos gobernantes a los que nos vemos condenados.

Uno podría llamarlo el “síndrome de demasiadas ganas de ser alcalde” (o concejal o presidente o presidente de junta de acción comunal); es decir, demasiadas ganas de tener poder. Y tener demasiadas ganas de poder supone el problema de que suele relajar las limitaciones morales de quién sufre del síndrome. Da margen de maniobra a la ambición desmedida, pero, sobre todo, a la ambición que reconoce que todo vale por lograr poder y también prepara otra consecuencia indeseable para todos. Quien sufre del síndrome de demasiadas ganas de ser alcalde suele suponer que, si logra su objetivo, se “ganó” ese poder, que es suyo para hacer y deshacer, para satisfacción de sus deseos y excesos y de los suyos. A los que sufren el síndrome no se les pasa por la cabeza que un cargo público sea una responsabilidad delegada para velar por el bien común, es un botín, y los botines se saquean, también es poder sin límites, y de ese tipo de poder, se abusa.

Y esto es importante porque, aunque no dudo que los líderes políticos corruptos disfrutan los frutos de sus saqueos, su principal ambición es el poder sobre otros y los elementos de “prestigio” que implica esa posición de poder. Por eso la embriaguez que pueden producir estos cargos no es tanto un asunto del beneficio económico, aunque lo incluya, es la potestad que estas personas asumen como el principal botín: el poder de hacer los que les dé la gana, sobre todo, si pueden hacerlo mientras les dicen “doctor” y se mueven con conductor oficial y escolta. Es el poder por el poder y por los símbolos de poder. El bien común, la justificación de “su” poder transitorio, poco ocupa su cabeza.

Decía al principio que me disculparan algo de esoterismo porque la existencia del síndrome es una corazonada que solo tiene como validación lo anecdótico. Sin embargo, basta mirar alrededor, evaluar a muchos de nuestros gobernantes y algunos que aspiran a serlo, con sus decisiones, acciones y discursos del todo vale, para ver su existencia. Esta expresión de la ambición desmedida es relevante porque puede ser una variable reconocida en las personas que elegimos y en las que permitimos que designen como funcionarios públicos. En ocasiones, incluso, se puede leer fácilmente en cosas pequeñas, expresiones cotidianas; en los ojos -y de ahí el esoterismo- de alguien que, evidentemente, tiene tantas ganas, pero tantísimas ganas, de tener poder, que resulta peligroso para todos.

Y uno no vota por personas peligrosas para el bien común. Y si ya fue electo, hace todo lo posible por controlar los desmanes de su ambición.

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