«No se le puede meter prisa al trigo», dice Andrea Köhler en su libro El Tiempo Regalado. «Con suerte, el verdadero amor termina en rutina», escuché ayer en el podcast de Alejandro Gaviria y Ricardo Silva, El Tercer Tiempo. No puedo estar más de acuerdo. No tengo los ochenta años de mis abuelos para hablar desde la experiencia, pero, casi a la mitad de esos, sí puedo ver con claridad qué es lo que los mantiene unidos y felices: la rutina, no la sorpresa. No están cien por ciento física y mentalmente; al contrario, mis abuelos ya padecen las graves consecuencias de la más mortal de las enfermedades: la vejez. Para David Sinclair, el principal científico sobre la longevidad, la vejez y la muerte no son naturales; al revés, son la falsa narración de nuestra incapacidad para prolongar la vida y extender la existencia.
Con seguridad, la euforia y la locura del enamoramiento pasan rápido en cualquier romance. Si muta, se transforma y pervive, se convierte en rutina, en amor puro. Tener certezas es una gran conquista cognitiva. Saber que nos aman y saber a quién amamos nos facilita sobrellevar la vida. Sin la fabulosa rutina, despertar sería desesperante y angustiante. Mi abuelo Gonzalo y mi abuela Elena siguen vivos porque el amor se ha convertido en certezas. Se despiertan a la misma hora, toman café, bailan las mismas canciones y los chistes son los mismos desde que yo existo. Se les olvida todo, absolutamente todo, menos que se aman.
Cuando estamos jóvenes, la rutina nos parece aburrida y dolorosa. Cuando vamos creciendo, nos parece excitante y salvadora. El dolor, el trabajo constante y la incertidumbre son tres aspectos innegables de la realidad; nos recuerda el psiquiatra Phil Stutz. Por ello, la rutina es un salvavidas ante la azarosa incertidumbre que nos acecha, ante el caos que es la vida y ante el doloroso —por ahora— paso del tiempo que nos desbarata cada segundo la máquina biológica que nos soporta.
Si lo pensamos bien, la rutina es el orden que lucha contra el caos que supone la entropía. Si el mundo es una red de acontecimientos, como asegura Carlo Rovelli, la rutina del amor es un escudo. El tiempo tiene sentido si estamos al lado de quienes amamos. Coincidir en esta vida con alguien que amamos es la mayor de las coincidencias; por ello, extenderlo y hacerlo rutina es el mayor desafío y la mayor responsabilidad.
Creo que mientras seamos mortales, la rutina podrá salvarnos: salvarnos de nosotros mismos y de la vida que no dura. “Solo donde hay calor hay diferenciación entre pasado y futuro”, nos aseguran los físicos cuánticos. Creo yo que solo donde hay amor hay presente, y esta es la única distinción que hace la vida llevadera. Vivimos para amar y amamos para vivir. Por eso, me asusta más la falta de amor que la muerte misma. El tiempo, ante todo, es dolor. Y la rutina del amor, la mejor forma de vivir, pues “la realidad se forma solo en la memoria”, dice Proust.
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