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Hay mandatos que en ocasiones nos superan. Exigen fuerzas que parecen sobrehumanas, expectativas que interpelan más allá de lo que parece posible, sin embargo, han sido el pilar de la forma como buena parte de los seres humanos ven el mundo. No solo eso, son la representación de la posibilidad de vivir juntos entre diversidades que consideramos el epitome de la libertad y la democracia. En “Amar a tu enemigo”, Arthur Brooks propone, en un concienzudo reencauche de la revolucionaria idea cristiana, una cura urgente para la cultura del desprecio que parece estarse tomando las discusiones y relaciones políticas en las democracias occidentales. Aunque parece exigir mucho, amar a nuestros enemigos (a los contrarios, a los adversarios, a los que no piensen o voten como nosotros) puede ser la agenda colectiva que consolide una nueva ciudadanía en tiempos de polarización y algoritmos que alimentan prejuicios y cajas de resonancia.

Es evidente que en una sociedad democrática nos pueden separar políticos y políticas, pero nos une la experiencia y responsabilidad conjunta de la ciudadanía. Ahí estamos juntos, como colombianos y colombianas, a pesar y en beneficio de todo. Medio condenados, pero en la certeza de que algunas condenas son alegría. Porque la ausencia de diversidad y paz son el estancamiento o la violencia. Una democracia no puede degenerar en ninguna; necesitamos de las diferencias, nos nutren la competencia amorosa de mejores soluciones a nuestros problemas y en la expectativa fundamental del cambio en nuestras vidas.

Estas elecciones en las que nos encontramos inmersos, y por inmersos me refiero un poco a estancados, como quien tiene el pantano a nivel del pecho, han supuesto un empeoramiento del discurso y debate público, en particular, la definición de polos ideológicos, sino también morales. Ideas contrarias entre personas contrarias. Enemigos, aunque no lo seamos. Una brecha que se amplia entre unos y otros y que amenaza nuestra convivencia democrática actual y señala perspectivas poco alentadoras para los próximos meses.

Recientemente, junto a algunos colegas, adelantamos una encuesta dirigida a votantes para evaluar su calificación del “contrario” en estas elecciones presidenciales. Aunque el sondeo no es representativo, las 865 personas que lo respondieron nos dan buenas pistas sobre el estado de la convivencia democrática justo antes del domingo 19 de junio. Los resultados detallados se presentarán en otra publicación más extensa de NoApto, pero quisiera resaltar en esta columna dos asuntos. El 25% de los participantes señalaron que no les gustaría tener como vecino a alguien que votara por el contrario y el 55% dijo que a los otros no les preocupaba el país tanto como a ellos. Estas preguntas miden de alguna manera tolerancia a la diferencia política y la percepción de “deslealtad” al grupo de alguien que tome una decisión contraria a la propia.

La posibilidad de estar junto y con el diferente y de reconocer que esas diferencias no son traiciones, en tanto no están violando las reglas de juego compartidas o amenazando a la comunidad política nos presentan con un panorama preocupante. Intolerancia y percepción de traición son fundamentos de la representación de enemistad.

Los lugares comunes guardan sabiduría probada. Eso los hace sonar reiterativos, consabidos, obvios, pero su valor reside precisamente ahí, en su demostración. No hay que temerle a proponerlos de nuevo. El diálogo, el encuentro diverso y la posibilidad efectiva de conversar entre las diferencias para encontrar puntos comunes es clave en este escenario. El encuentro permite algo valiosísimo, la construcción de representaciones complejas que vayan más allá de la identidad reducida de la política. La gran mayoría de nosotros no se identificaría con alguien a quién recién conocemos como “votante de” o “partidario de”. Somos complejidad y en ese abanico de identidades y valoraciones, somos muy similares a muchos otros. Solo exponiendo esa complejidad es posible que nos reconozcamos en nuestra humanidad compartida y podamos, sobre esas certezas, intentar amar a otros, incluso, a nuestros enemigos.

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