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Escribo esta columna con pocas fuerzas. Impulsada más por la sensación de no querer faltar a mi deber luego de no escribir la semana pasada. No lo hice porque hace 10 días entré al quirófano. En mi columna anterior, Reencontrar la piel, cuento los motivos de este procedimiento. Aquí hablaré de otro tema, aunque es el mismo. Escribo en el celular porque las fuerzas no me alcanzan para sentarme en la silla de un escritorio frente a un computador, y escribo también para olvidarme durante unos instantes de la enfermedad y del dolor, aunque hablaré de ellos aquí. El cerebro tiene unas formas curiosas de abstraerse de la realidad, de procesar lo que vive. 

Llevo 7 días pensando en lo maravilloso que es el cuerpo humano y al mismo tiempo en lo frágil. Cuando salí del quirófano me sentía bien. Mi organismo reacciona de manera positiva a la anestesia, no me dieron náuseas, no vomité, me desperté fácil, les conversaba a los enfermeros de la sala de recuperación, mientras a lo lejos oía quejas de dolor de otros pacientes. 

Mi familia y amigos me dijeron, luego de que les enviara el reporte por Whatsapp, que soy muy fuerte. Los buenos hábitos, pensé, sí pagan. Tengo muy buena movilidad articular, fuerza y un hígado que soporta tantos medicamentos intravenosos. La experiencia de someterse a una anestesia no deja de ser espeluznante. Profundizaré sobre ella en otro texto. En fin. Es solo cuestión de días para que me quiten los puntos y podré volver a mi vida normal, pensaba.

¿Qué es una vida normal? Los cólicos empezaron el domingo en la mañana y cualquier líquido o alimento que ingiriera lo expulsaba en segundos. ¿La vida normal es aquella que conocemos, en la que nuestras rutinas ya definidas le dan un orden a nuestro día a día, o es aquella que cambia en un segundo y nos aleja de lo establecido?

¿La vida normal es la que creemos invariable, perfecta en su imperfección y con problemas, o la frágil, la impredecible, esa que nos recuerda que nuestra existencia es solo un grano de arena desperdigado en millones de granos más, que si uno falta, la arena sigue siendo la misma?

Algo entró a mi cuerpo durante el fin de semana, luego de haber salido de un procedimiento quirúrgico exitoso, que me enfermó. Me enfermó hasta recordarme que lo único realmente importante en la vida es la salud. Sin la salud no existe la posibilidad de nada más. Estar enfermo es estar del otro lado: del desaliento, del dolor y de la angustia por saber el diagnóstico, del anhelo constante de que lo único que verdaderamente se desea es la recuperación, de volver a sentir que el cuerpo está aliviado, está sano.

Se añora la vida cotidiana. El café de la mañana, el ejercicio, comer sin temor, un baño en total calma sin sentir frío ni debilidad, la certeza de un sueño reparador, sentirse una buena compañía para el otro con quien se comparte la cama que también pasa en vela viendo la enfermedad ajena y con el temor de si llegará a él.

Hoy escribo con mis vísceras gelatinosas, con las pocas fuerzas que tengo luego de llevar 6 días con la enfermedad más fuerte que me ha dado en la vida, la misma que me ha dado perspectiva sobre lo importante. Sobre lo valioso. La que me ha hecho jurarme y prometerme que no volveré a quejarme por lo que tiene solución.

Escribo como mantra para recordarme que la vida cambia en un instante, pero que también todo pasa. Lo bueno, lo malo, la salud, la enfermedad, el dolor, la angustia, la tristeza. Solo hay que cerrar los ojos y esperar con paciencia volver al otro lado. 

Escribo esta columna para agradecerles a los dioses que puedan existir, como dice el poema de Willian Henley, por mi alma inconquistable. Porque me siento una navegante que busca con todas las ansias y luchando con las fuerzas invisibles por llegar a la orilla. Hoy mi cabeza sangra, pero no se inclina. Soy el amo de mi destino. Soy el capitán de mi alma. 

Otros escritos de este autor: https://noapto.co/amalia-uribe/

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